A una hora de Salónica, donde tan bien se come y tan buen
ambiente puede disfrutarse, te llevan a visitar un lugar minúsculo en los
mapas: Vergina. Según nos cuentan, en su época se llamó en realidad Egas o
Aigai y fue importantísimo en el siglo IV a.C. para el entonces reino de Macedonia.
Al llegar has de esperar turno, ya que la entrada se hace
limitando el número de personas que hay en el interior. Pero vale la pena.
Entrar por la rampa que te introduce bajo el túmulo cónico
cubierto de hierba y adelfas en flor te lleva a un lugar de los que no hay que
perderse. Rápidamente aprendes que el símbolo del sol será una constante, y de
él te aclaran que fue el distintivo de los reyes de Macedonia en la época
previa y posterior a Alejandro Magno. Alejandro III, según la secuencia real,
hijo de Filipo II, y hermano de Filipo III no podía ser el rey allí enterrado,
ya que de él sigue sin saberse dónde se encuentra. Fue enterrado en Egipto y sucuerpo fue luego perdido. Parece haber discusión acerca de cuál de los dos
Filipos están aquí, pero al visitante lego, como yo, no le quita el sueño. El
sueño de visitar un lugar mágico. Dicen que el tesoro de Tutankhamon o la tumba del señor de Sipán son comparables, y doy fe. Esto no lo he visto en ningún
otro sitio “griego”, aunque, confieso, me faltan tantos...
Frescos impresionantes (La caza del León, en la que se
cree representado a Filipo), frontispicios policromados, entradas majestuosas y
completas, puertas de mármol y, sobretodo, el ajuar. Yelmos, petos, corazas, escudos,
espadas, collares, grebas (dicen que una es más corta que la otra, lo que
apuntaría a Filipo II, que parece que tenía una cojera consecuencia de una
herida), y, lo más fascinante de las joyas que allí se ven: las coronas de
hojas de roble y bellotas. Son primorosas. Buscad las fotos en internet porque
allí dentro no te dejaban hacer fotos, lo cual es frustrante, porque cada
rincón era un motivo para hacer clic. Tampoco hay que dejar de ver las
figuritas de marfil, de un detalle asombroso en su perfección y expresividad.
En cuanto a la coraza que se atribuye a Filipo II (o III, qué mas me da a mi)
es tan bella, sin duda, como las de Chiclayo, pero más austera, más “griega”.
Preciosa.
También allí hay otras tumbas, una de ellas parece
corresponder a la mujer de Filipo II, Cleopatra (o a la de Filipo III,
Eurídice) y sobre ella hay la misma controversia, precisamente porque en el
ajuar hay armas y parece que la mujer de Filipo II no tuvo entrenamiento
militar mientras que Eurídice sí. En todo caso, el ajuar es también magnífico.
Hay una arqueta de oro o chapada que tiene en su tapa el símbolo del
sol y que es la estrella de las tiendecitas de souvenirs del pueblecito de al
lado. Es tremenda, y más expuesta, como está, bajo una de esas coronas de hojas
de roble. La otra tumba parece tener menos dudas respecto su ocupante,
ya que nos contaron que el hijo de Alejandro, que haría el IV en la saga y que
fue envenenado por Casandro, fue el inquilino casi seguro.
Lo más impresionante, con todo, es que el sitio y el museo
están ambos en su lugar. Todo se mantiene allí, cosa que no siempre puedes
lograr (no es así con los tesoros de Sipán o Tutankhamon, en los que el tesoro
está en un museo ajeno a la tumba). Pasas de una vitrina con la coraza de
Filipo o la corona de la reina a una entrada majestuosa al final de una
escalera que desciende y ves, desde la puerta, el interior de la cámara donde
estaba. Los estucos, los frescos, los ornamentos… todo junto.
Y cuando sales, hermanado con Stendhal ante tanta belleza,
necesitas regresar al mundano vulgar que eres en realidad. Y para eso, nada
mejor que una buena cerveza, bien fría. Una Vergina helada, por supuesto. Es lo suyo.
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