La playa de Langre es preciosa. Eso es obvio. El paseo que
la rodea por el borde del risco que la encajona permite ver desde arriba esta
belleza hecha de roca, arena, hierba (y maíz), agua y cielo. Grises, marrones,
verdes, azules.
Desde un extremo se asoma uno hacia el cabo Ajo, que merece
su propia visita; y desde el otro, hay que caminar un poco más para alcanzar
Loredo y ver así la isla de Santa Marina, las playas de Somo, con el Puntal y
hasta la mismísima embocadura de la bahía de Santander algo más allá. Un bonito paseo en el que uno, además de las
vistas, se topa con caballos y vacas pastando en las praderas que terminan en
el acantilado –pastor eléctrico de por medio- y con maizales que también se
asoman al abismo. Subirse en la cosechadora debe impresionar lo suyo.
Bajas a la arena y allí te entregas con fruición a las
diversas artes de no hacer nada, de bañarte, de mirar las olas, de pasearte la
orilla del mar, de leer, de anotar, de observar a la gente, de volver a leer… y
entonces de repente prestas atención. Abandonando la relajación a la que te has
dedicado intensamente, atiendes ahora a tu oído. Por encima del oleaje, casi
único sonido perceptible y no poco, se oye… sí, se oye una gaita. Miras en
derredor, incrédulo. Nadie se bajaría una gaita a una playa, ¿o sí? No, no
viene de la arena, el sonido parte de arriba. Miras hacia un lado, nada, miras
hacia el otro, y allí está. Una cabeza y por encima de ella un tubo con unos flecos colgando se perfilan en el borde del acantilado hacia el cabo de Ajo.
Sonríes. Lo cierto es que es una agradable sorpresa. Tu
atención termina de despertarse y la vuelcas en aquel sonido tan inesperado y,
al tiempo, tan acorde al lugar y tan grato. Por dárselas uno de enterado, diría
que entre lo que toca aquel hombre está la marcha de Brian Boru, pero no podría
asegurarlo. El hombre pasea diez o doce pasos hacia un lado, haciéndose más
visible desde donde yo lo observo y entonces gira, deshace el camino,
ocultándose a mis ojos y vuelta de nuevo. Y así un buen rato. Tanto, que me da
tiempo a comentarlo y a hacer que mi gente le preste también su atención, y
hasta a hacerle unas fotos a mucha distancia con las que mi cámara me permite
“acercarme” hasta verle la cara. Tanto, en fin, que excepto para alguien con
cierta afición como yo, aquello acaba por aburrir y me encuentro con una cara
de hastío que me mira y señala hacia allí con la barbilla. Yo respondo con un
gesto de felicidad. Qué caray, un acantilado, verdor por todas partes, un
libro, un mar frío y una gaita. ¡Hasta sobaos y empanada!
Sin embargo, me viene a la memoria una escena que luego he
podido comprobar que recordaba mal. Se me antoja aquel gesto de cansancio hacia
el gaitero, allá en lo alto, idéntica a la
escena inicial de El guateque, de Peter Sellers. Aquella en la que una
expedición británica, precedida de los correspondientes gaitas y tambores
escoceses, marcha por un desfiladero de la india y sufre una emboscada. Una
nube de guerrilleros comienza dispararles, mientras ellos repelan la agresión.
Llueven balas por todas partes. Peter Sellers, encaramado en lo alto y que ha
dado la señal de alarma, es alcanzado y, en su agonía, sigue soplando y
soplando su instrumento – que yo recordaba una gaita y es en realidad una
corneta-. Lo hace tanto que el sonido se hace insoportable, de manera que el
enemigo centra su fuego en liquidarle para ver si se calla. El persiste y no
deja de soplar, y resoplar, cada vez con más estridencia y desafino. Tanto que
hasta los suyos apuntan hacia allí, girando las ametralladoras y los fusiles. Era el rodaje de una película y él un extra imbécil (úsese la primera como sustantivo y como adjetivo). En fin, una escena “muy suya”. Pero yo recordaba mal, Peter Sellers no
castigaba a propios y extraños con una gaita, y, desde luego, el gaitero de
Langre, tampoco. Todo lo contrario, es un motivo más para ir por allí.
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