lunes, 28 de abril de 2014

LA CARRETERA DE ASUÁN A ABU SIMBEL

El día comenzó con un tremendo madrugón que la costumbre hizo pasable. El objetivo era llegar a tiempo a la concentración de vehículos que se forma en la salida de Asuán para integrar un incomprensible convoy custodiado por la policía. Llegada la hora fijada –las ocho de la mañana- y a la de una, todo el mundo se puso en marcha. Pero allí terminaba la formalidad del importante séquito, porque tras salir de Asuán cada cual corría tanto como le permitía el motor. Nuestro conductor le pisaba bien pese al no pequeño detalle de tratarse de un autobús, al tráfico, a la estrechez de la carretera y a los demás componentes del supuesto convoy que no cejaban en tratar de ponerse por delante unos de otros; nuestro conductor, llegado al primer puesto, completó el esperpento dándole incluso ráfagas al coche policial que encabezaba la inútil comitiva para que aligerase la marcha. Achuchando a la escolta. Con un par. Ni que decirse tiene que los demás ya lo habían pasado. En fin. Aún así, a casi cien por hora, mirar el desierto es fascinante. Me hubiera gustado mucho poder hacerlo con más calma, a nuestro ritmo, oliéndolo, con el aire en la cara, tragando arena, aguantando el calor… como otras veces, pero esta fue así. La carretera de Asuán a Abu Simbel es una de esas con rectas infinitas en las que se desdibujan y difuminan los vehículos y pueden verse espejismos a lo lejos.
Pero, sobre todo, allí lo que ves es la arena lisa, ondulada o formando dunas, aunque pocas en esta zona; ves las piedras, dispersas, en pedrizas o amontonadas; ves las rocas, grandes o pequeñas, planas o redondas, formando roquedos o aisladas; ves el casquijo sobre la arena o formando graveras. Te llaman la atención las dos únicas formas que sobresalen del plano tapiz pedregoso: conos y cilindros.  Los cilindros los forman las isletas de roca más dura en medio de la llanura, con una capa oscura en la cima y estratos de distintos tonos más claros que les dan la apariencia de un hojaldre. Los conos, en cambio, son todo ellos de piedra, agrietada y quebrada, y oscuros respecto al suelo.


Los otros colores escasean, pero están todos los matices del marrón: beiges, tostados, dorados, kakis, ocres, sienas, albero, pardos, castaños, tierras; sin saber por qué me vienen a la cabeza los colores con nombres de animales: castor, sepia, alazán, ratón, camel, topo. Los grises y algún rojizo apagado también se dejan ver, pero menos. Y los tonos de cobre del sol saliente, perecederos. Y está el azul, claro, que poco a poco se va imponiendo al plomo. Menudo azul. Según avanzaba la mañana los demás pasajeros fueron cayendo en el sopor del mediodía mientras yo, pegado al cristal, absorbía todo lo que era capaz. El término perder la vista tiene aquí pleno sentido.


En la misma incongruencia que la ficticia caravana, la travesía no permite paradas. Es así que las necesidades fisiológicas deben quedar resueltas antes de partir de Asuán o aguantar doscientos ochenta kilómetros hasta llegar a Abu Simbel. No hay poblaciones ni lugar alguno en el que detenerse. Que el juicio de Osiris sea inclemente con quien lo organizó así. Sin embargo, hubo varias interrupciones al maravillosamente monótono discurrir del desierto a través de la ventanilla. La carretera está salpicada de controles militares. Una nota de color, esta vez variada e intensa. Las garitas, las verjas, los levadizos, las troneras, las ventanas, las vallas y hasta las aceras de las isletas centrales –que alguna había- rivalizaban en ver cuál era más pinturera dentro de lo que es una decoración “castrense”. Se ve que les proporcionaban pintura y cada cual se las apañaba para darle un aire más personal, probablemente a gusto del jefe del puesto. Colores vivos tratando de insuflar algo de gracia o de alegría al sitio a base de ir formando rombos, grecas, bandas, escaques… Vistoso, esperpéntico, paradójico: la desolación y los colores chillones frente a frente. El despropósito culminaba cuando uno reparaba en las garitas construidas más en alto, desde alguna de cuyas troneras asomaba, pretendidamente amenazadora, la bocacha de un fusil, pero sin nadie que lo sostuviera. Estaba allí sólo para intimidar. ¿Sólo? Bien pensado, ojalá, porque así es más triste que peligroso.



Por suerte, pasados los controles, el desierto seguía. Lo hizo durante casi cuatro horas. Y faltaba la vuelta. Qué suerte.

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