Tiene gracia, hace un par de días terminé de leer este libro
y hoy aparece una reseña en El País. Estoy a la última según parece, lástima
que sea a la última pregunta, más bien. Escribo esto sin leerla, por si acaso.
El interior es un poderoso libro de más de ochocientas
páginas de letra pequeña, así que pide tiempo. Porque, además, tiene la pausa
de un buen viaje sin fechas fijas. Un tipo a lomos de lo que el llama todo el
rato “el erre”, es decir un Renault, no sé qué modelo concreto aunque me
hubiera gustado, deslizándose por el norte de Argentina buscando la respuesta a
una pregunta aparentemente sencilla: qué es la Argentina.
No citaré todas las escalas, pero desde Rosario (la ciudad
de Messi) hasta Córdoba pasando por Corrientes, El Dorado, Formosa, Selva,
Trancas La Quiaca, Cafayate Concepción o Mendoza, cubre un trozo de mapa nada
pequeño. Y, por lo que cuenta Caparrós, un trozo fuera de los circuitos
turísticos, incluso los de los propios argentinos.
Para un mero lector, que no viajero, de estos sitios, a
veces se hace difícil de continuar, porque los detalles tan locales se le hacen
a uno cuesta arriba. Pero pronto salta algún destello que te vuelve a atrapar y
a seguir viajando, digo leyendo.
Por ejemplo, en Rosario, ahora tan citada aquí por motivos
futbolísticos, se describe un concierto
del que dice que “No son grandes éxitos, sino pequeños fracasos”, se ve que no
todo es relumbrón azulgrana allí, ya que la ciudad queda retratada más bien en
gris. En Cataratas, para mi sorpresa (los ignorantes tenemos la suerte de poder
sorprendernos más), cita a mi admirado Cabeza de Vaca (véase Viaje brutal.Cabeza de Vaca y su increíble travesía) quien, además del alucinante viaje de
Florida a California a pie, resulta que llevó a cabo otra misión en estas
tierras, siendo el primer español en ver las cataratas de Iguazú. Casi nada.
Qué vida la suya, no sabría decir si envidiable, pero desde luego
extraordinaria, eso es indiscutible. Menciona Caparrós su obra Comentarios, en
donde Cabeza de Vaca narra esta aventura. A buscarla.
Intercalados en las descripciones de los lugares, los
ambientes, el tono de los sitios por los que pasa, el texto está lleno de
anécdotas, cultivos (y monocultivos, menuda leña le da a la soja y sus devastaciones),
personajes –sobretodo de estos- y chascarrillos que reflejan cómo es allí la
vida o cómo la han hecho: La guerra de las Malvinas aparece,
descarnadísimamente, a su paso por Corrientes, de donde, se entera uno, un gran
contingente de soldados fue llevado a combatir. Duro pasaje.
Pero, sobretodo, El interior ofrece multitud de reflexiones
sobre el viaje, viajar y los viajeros. Algunos son verdaderamente buenos. Dice
que Mandalay diferenciaba a un turista
de un viajero en que el turista no sabe de dónde viene, y el viajero no sabe a
dónde va. Caparrós añade: “Al turista le ofrecen un menú con dos opciones: visitar
restos del pasado humano – ruinas, museos, monumentos varios- o escenarios
actuales de la naturaleza – vistas, playas, paisajes-; me gustaría creer que
los viajeros quieren saber qué hacen, aquí y ahora, los hombres. El viajero ,
caramba, sería un humanista”. Hombre pues sí, pues sí, muy acertado,
ciertamente. Añado yo que, viajando, hay que ver, no sólo mirar. En la página
135, Caparrós coincide: “Es una vida rara. Escuchar, mirar mucho, hablar solo,
pensar, anotar…todo puesto en la mirada.”
La verdad es que en cada sitio que nos cuenta, aprendes
algo. No sé que visión tendrán los argentinos de este libro, ni si responde satisfactoriamente
a la búsqueda inicial, pero para un tipo que no ha pisado por allí, el libro,
como narración de un viaje y del viajero, es estupendo. Termino con otra idea
que me ha hecho identificarme mucho con el autor: “Pero es evidente que solo
viajamos los insatisfechos. Los satisfechos se quedan en casa gozando de la
satisfacción de lo que tienen. Los que viajamos somos los que pensamos que nos
falta algo”. Es preciso y perfecto. Gracias.
Y, bueno, el libro está lleno, pero lleno, de centenares de
anécdotas de viaje; recuerdo dos excelentes: la señal de tráfico que pide
respeto para las señales de tráfico (dice el autor que debió pasar por allí Bertrand
Rusell, qué bueno); o la “mucha mala música que uno puede escuchar viajando”
que le hace querer ser elitista… Cierto, cierto, hasta que se inventaron los
reproductores de mp3 con gigas y gigas de refugio sonoro.
Anotación mental número tropecientos ciencuenta mil: no
posponer más ese viaje a la Argentina aún pendiente.
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