Visitar Bilbao es siempre una buena idea.
Incluir el Guggenheim es casi una obligación. Alojarse enfrente es un lujo. De
vez en cuando hay que darse un lujo.
La terraza del Gran Hotel Silken Domine Bilbao
es ese lujo materializado en forma de vistas, comida y, en definitiva, placer.
Puedes reservar una habitación que dé hacia el Guggenheim, sí, pero nunca será
desde la altura que ofrece la terraza del séptimo piso. A lo sumo, podrás verlo
un tanto de refilón, con ese cilindro azul eléctrico inmenso entrometido en la
perspectiva desde el tejado de vuelos imposibles chapado de titanio y el
curioso visitante. Aun así, las puestas de sol desde tu habitación pueden ser
magníficas, sin duda; el puente que entra a la ciudad desde el túnel de Artxanda Salbe, la ría, la colina de
enfrente desde la que dicen que Gehry decidió la ubicación definitiva del
museo… Todo eso está a tu alcance, pero desde allí no es tuyo. Tuyo es, como
mucho, aunque no es poco, Puppy, el maravilloso cachorro de “westie” con piel vegetal
de flores y enredaderas.
Pero no, nada de sucedáneos, tienes que tomar
el ascensor, que sube por un patio presidido por el inmenso pedregal vertical
que semeja un pepino. Un pepino de siete pisos de altura hecho de cantos
rodados. Ah, Mariscal, a veces tan grande…
Y entonces es cuando alcanzas la meta: la
terraza. Allí tienes el privilegio de desayunar o, si el bolsillo aún lo
aguanta, cenar.
El desayuno es uno de los mejores que he
podido probar, la verdad. Y llevo varios. Mucho, muy bueno, muy variado, bien
servido… qué más decir. Desde los espárragos hasta el ibérico pasando por los
quesos, todo exquisito.
La cena, excelente, con una relación muy buena
entre lo servido y lo que cobran, lo cual, hoy en día ya es digno de reseñarse.
Nada de sentirse estafado tras pagar una cantidad exorbitada por un menú
mediocre lleno de fumés, espumas, aromas, toques, cristales, crocantes,
crujientes, geles y reducciones que rodean (y ocultan) la nada. No. Buena calidad,
cantidad suficiente, buen vino… en fin, ¿el paraíso?
Sí, porque a todo eso hay que añadir que la
terraza ofrece para los afortunados clientes unas vistas formidables. Desde
allí sí que eres dueño y señor de lo que ves hacia abajo y a lo lejos. Te
asomas desde allí sobre la ría del Nervión, con la Universidad de Deusto al
otro lado; con la espléndida torre de una empresa a la que no voy a nombrar porque no me
da la gana y que rima con trola; con Puppy,
ahora sí, un cachorro; con el parque que yo creía ser el de Doña Casilda y que
no lo es… y con el Guggenheim en llamas. Reflejando la luz del sol que se
marcha. Dorado, irisado, rojizo, cobrizo… de todo.
La verdad es que desde que lo hicieron le
tenía yo prevención: me parecía una idea estrambótica, un querer llamar la
atención, un puro esnobismo de arquitecto con ínfulas. Pero me rindo. Es
precioso. Por dentro pero, sobre todo, por fuera. No te puede dejar
indiferente, así que yo, a modo de descreído que descubre la fe, ahora he
cambiado de parecer: me encanta lo que antes me parecía superfluo.
Qué reflejos, que curvas, que brillo, qué
altura, qué poderío. No, no es una mujer, es el Guggenheim desde la terraza del
Domine.
PS: para mi desgracia, y porque no soy de
fácil conversión, quede constancia de que el museo albergaba, cuando lo visitamos,
una exposición de mi siempre denostada Yoko Ono. En el libro de visitas, fiel –ahí
siempre- a mi estulticia, dejé mi anotación: Yoko, me gustas muy “poko”,
Victor. Cambiar de fe, sí, pero adorar becerros, aunque sean de Kobe, no.
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