Roumeli es un relato de los viajes de
este singular viajero británico por la zona norte de Grecia. Así como en Mani
se adentraba en los dedos del Peloponeso en un viaje más definido a un
territorio, en Roumeli, los límites son más vagos, ya que la idea misma de lo
que es Roumeli varía en el espacio y la época histórica desde el norte de
Grecia entrando bien profundo hacia Bulgaria para replegarse luego e incluir
solo las zonas al sur de la llanura de Tesalia.
La verdad es que viajar como lo describe
Leigh Fermor es más una investigación etnológica que un mero viaje, por profundamente
que quiera conocerse el lugar visitado. Claro, eso y una erudición que asusta
(y a veces pesa) hace que leerlo sea no solo “ver” los pueblos y lugares por
los que pasa, sino, y sobretodo, enterarse de la historia profunda y antigua de
esos sitios. Solo así cabe imaginar cómo nos habla de los antiguos nómadas
sarakatsáni, de su cultura y costumbres, permitiéndose, en sus escasas
relajaciones, citar el nada amistoso aroma que despiden gracias a sus trajes,
encostrados y tiesos, llenos de tanto polvo como sudor. Menudo jumele.
Pero también redescubre uno que, aunque
haya estado allí, la entrada antigua a los monasterios de Meteora no era tan
cómoda como lo es ahora, pese a conllevar una buena dosis de escaleras. Y el
ambiente opresivo, decaído y terminal de su comunidades, ya en la época en que
Leigh las visitó. Meteora se merece una atención mayor, ya se la daremos.
Uno de los núcleos del libro consiste en
la distinción entre romaico y helénico, siendo la primera la parte del alma
griega más rural y prosaica, lo que aquí llamaríamos la España profunda; la
helénica es la parte heredera de los inalcanzables e irrepetibles clásicos,
culta y elevada. ¿Nuestro siglo de oro? Pues puede, pero cuando se leen las
tremendas y profundas reflexiones de Leigh sobre el alma griega, al españolito
le resultan muy familiares muchas cosas. Y una
de las conclusiones que más me gustan (pág 147) es que, los pobres,
nunca serán tan buenos como sus ancestros clásicos. Esa es una losa insalvable.
A esa reflexión sigue otra buena parte destinada a explicar qué y cómo son los
griegos, labor ardua en la que se mezclan en las debidas proporciones lo
romaico y lo helénico. El cóctel es bueno, pero requiere finura en la
elaboración.
Y en cuanto a los parecidos razonables
entre griegos y españoles encontré tan maravillosa la reflexión del autor sobre
los males del turismo que me la quedé, en parte porque coincido, claro.
Describe descarnada y ajustadamente la evolución habida en las costas, desde
los pueblecitos de pescadores, ignotos y anclados en la edad media, hacia los
resorts y las tiendas de recuerdos. Impresionante. Verdad. Yo mantengo que las
pequeñas carreteritas locales, tan incómodas y refractarias para el común de
los domingueros son ya la única barrera que les queda a algunos pequeños
pueblecitos para sucumbir al todo a cien, a los paletos urbanos endomingados de
chándal para ir a la sierra (o al campo, en general), a las urbanizaciones ¡de
adosados! en medio del monte y a perder definitivamente aquella panadería de
horno de leña de verdad, aquellos bollitos, aquel pan o aquel embutido, presas
todos del ansia de ampliar negocio, de vender más y de hacerlo rápido.
Bueno y de eso tenemos culpa todos los visitantes,
que conste; todos queremos una caña o un vino sentaditos en una terraza, una
buena comida o una compra de algo que “parezca” distinto a lo del hipermercado.
Mea culpa.
En fin, regreso ya de mi particular
digresión y retorno al maestro. Nos dice Leigh que el grito de guerra en las
Termópilas venía a decir algo así como: “I tan i epi tas”, que viene a
ser, o tras los escudos o encima de
ellos (a pie o muerto, vaya; ea, alegría). En la estatua de Leónidas que hay en
el famoso paso (que es absolutamente decepcionante, como pocos sitios
históricos que yo haya visitado) lo que dice es “Molon labe” que parece
significar algo así como “ven y cógelas”, dirigido a Jerjes y refiriéndose a
las armas. No sé si ambas son verdaderas o falsas. Bueno, pues Leigh gritaba
eso con otros comensales mientras atacaban denodadamente una de esa comidas
griegas que tanto atraen al que escribe: quesos de cabra, pasas, higos,
aceitunas, uvas…. Productos de tierra pobre. Incluido el paximadia, que en La
Mancha cambiarían probablemente por lo que llaman “la reseca”. Paximadia es un
pan cocido dos veces que levaban los pastores y que para comerlo procuraban
rehidratarlo un poco para hacerlo comestible. Y si no, masticar despacio y
saliva. En fin, son muchas las curiosidades y
rarezas que este libro nos descubre de los griegos, actuales y pasados, y no es
cosa de contarlas todas, sino de leer a Leigh.
Ah, una última curiosidad, esta para
sinestésicos: en griego demótico, los olores se perciben acústicamente. Dicen:
“Akou tin miroudiá”, ¡Escucha este olor!
No hay comentarios:
Publicar un comentario