martes, 23 de diciembre de 2014

ROUMELI, DE LEIGH FERMOR

Roumeli es un relato de los viajes de este singular viajero británico por la zona norte de Grecia. Así como en Mani se adentraba en los dedos del Peloponeso en un viaje más definido a un territorio, en Roumeli, los límites son más vagos, ya que la idea misma de lo que es Roumeli varía en el espacio y la época histórica desde el norte de Grecia entrando bien profundo hacia Bulgaria para replegarse luego e incluir solo las zonas al sur de la llanura de Tesalia.

La verdad es que viajar como lo describe Leigh Fermor es más una investigación etnológica que un mero viaje, por profundamente que quiera conocerse el lugar visitado. Claro, eso y una erudición que asusta (y a veces pesa) hace que leerlo sea no solo “ver” los pueblos y lugares por los que pasa, sino, y sobretodo, enterarse de la historia profunda y antigua de esos sitios. Solo así cabe imaginar cómo nos habla de los antiguos nómadas sarakatsáni, de su cultura y costumbres, permitiéndose, en sus escasas relajaciones, citar el nada amistoso aroma que despiden gracias a sus trajes, encostrados y tiesos, llenos de tanto polvo como sudor. Menudo jumele.

Pero también redescubre uno que, aunque haya estado allí, la entrada antigua a los monasterios de Meteora no era tan cómoda como lo es ahora, pese a conllevar una buena dosis de escaleras. Y el ambiente opresivo, decaído y terminal de su comunidades, ya en la época en que Leigh las visitó. Meteora se merece una atención mayor, ya se la daremos.

Uno de los núcleos del libro consiste en la distinción entre romaico y helénico, siendo la primera la parte del alma griega más rural y prosaica, lo que aquí llamaríamos la España profunda; la helénica es la parte heredera de los inalcanzables e irrepetibles clásicos, culta y elevada. ¿Nuestro siglo de oro? Pues puede, pero cuando se leen las tremendas y profundas reflexiones de Leigh sobre el alma griega, al españolito le resultan muy familiares muchas cosas. Y una  de las conclusiones que más me gustan (pág 147) es que, los pobres, nunca serán tan buenos como sus ancestros clásicos. Esa es una losa insalvable. A esa reflexión sigue otra buena parte destinada a explicar qué y cómo son los griegos, labor ardua en la que se mezclan en las debidas proporciones lo romaico y lo helénico. El cóctel es bueno, pero requiere finura en la elaboración.

Y en cuanto a los parecidos razonables entre griegos y españoles encontré tan maravillosa la reflexión del autor sobre los males del turismo que me la quedé, en parte porque coincido, claro. Describe descarnada y ajustadamente la evolución habida en las costas, desde los pueblecitos de pescadores, ignotos y anclados en la edad media, hacia los resorts y las tiendas de recuerdos. Impresionante. Verdad. Yo mantengo que las pequeñas carreteritas locales, tan incómodas y refractarias para el común de los domingueros son ya la única barrera que les queda a algunos pequeños pueblecitos para sucumbir al todo a cien, a los paletos urbanos endomingados de chándal para ir a la sierra (o al campo, en general), a las urbanizaciones ¡de adosados! en medio del monte y a perder definitivamente aquella panadería de horno de leña de verdad, aquellos bollitos, aquel pan o aquel embutido, presas todos del ansia de ampliar negocio, de vender más y de hacerlo rápido.

Bueno y de eso tenemos culpa todos los visitantes, que conste; todos queremos una caña o un vino sentaditos en una terraza, una buena comida o una compra de algo que “parezca” distinto a lo del hipermercado. Mea culpa.

En fin, regreso ya de mi particular digresión y retorno al maestro. Nos dice Leigh que el grito de guerra en las Termópilas venía a decir algo así como: “I tan i epi tas”, que viene a ser,  o tras los escudos o encima de ellos (a pie o muerto, vaya; ea, alegría). En la estatua de Leónidas que hay en el famoso paso (que es absolutamente decepcionante, como pocos sitios históricos que yo haya visitado) lo que dice es “Molon labe” que parece significar algo así como “ven y cógelas”, dirigido a Jerjes y refiriéndose a las armas. No sé si ambas son verdaderas o falsas. Bueno, pues Leigh gritaba eso con otros comensales mientras atacaban denodadamente una de esa comidas griegas que tanto atraen al que escribe: quesos de cabra, pasas, higos, aceitunas, uvas…. Productos de tierra pobre. Incluido el paximadia, que en La Mancha cambiarían probablemente por lo que llaman “la reseca”. Paximadia es un pan cocido dos veces que levaban los pastores y que para comerlo procuraban rehidratarlo un poco para hacerlo comestible. Y si no, masticar despacio y saliva. En fin, son muchas las curiosidades y rarezas que este libro nos descubre de los griegos, actuales y pasados, y no es cosa de contarlas todas, sino de leer a Leigh.


Ah, una última curiosidad, esta para sinestésicos: en griego demótico, los olores se perciben acústicamente. Dicen: “Akou tin miroudiá”, ¡Escucha este olor!

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