Chidambaram está en el valle del río Kollidam, en el estado
de Tamil Nadu. Llegar hasta allí desde Madrás constituyó uno de los primeros
recorridos por carretera. En fin, casi
todo alrededor de Madrás fue “lo primero” en la India, pero las carreteras son
un fabuloso mosaico y un espectáculo en sí mismas. Ya las veremos, vamos ahora
al templo.
Chidambaram es uno de los lugares sagrados más importantes
asociados a Shiva, ya que en la ciudad se encuentra uno de los cinco grandes
templos dedicados a esta divinidad. Este templo está dedicado a Shiva en su
forma de danzarín cósmico, es decir, a Nataraja. Nos dicen que es uno de los
templos más antiguos de la India, y uno de los principales centros de
peregrinación para quienes adoran a Shiva, sí, pero también a los que adoran a
Vishnu, ya que hay una zona dedicada a este último. Curioso. Allí aprendimos
“por primera vez” las marcas distintivas de unos y otros exhibidas en la frente
y tiznadas con unas grandes piedras que uno se encuentra en los templos mismos:
verticales para los vishnuístas y horizontales para los shivaístas.
Antes de entrar ya te impresionan los gopurams, o puertas de
entrada, que alcanzan alturas más que considerables y que son un verdadero
“pastel” lleno de figuras policromadas. Aquí hay nueve de estas fenomenales
puertas, cuatro de ellas en cada punto cardinal y a las centenas de figuras que
los ocupan se suman, como veríamos en otros muchos gopurams, habitantes más
activos, como monos y palomas en número atroz. Una vez dentro, no hay un solo
momento en que alzar la vista no signifique dar con un nuevo ángulo de varios
gopurams a la vez. Omnipresentes.
En el interior hay cinco grandes salones o shaba. El más
famoso es el Kanaka Sabha (salón dorado), la zona de los rituales cotidianos,
pero los otros cuatro son igualmente notorios: en el Deva sabha, hay una forma
de Shiva sentado; el Natya sabha, donde Shiva bailó con Kali; el Raja sabha,
con casi mil columnas que simbolizan el chakra; y finalmente el Chit sabha, el sancta sanctorum de Nataraja.
Este último es sorprendente, exento, con peldaños de plata.
Bien, el templo es tremendo y las guías pueden ampliar y
corregir sin duda lo expuesto. Pero lo más llamativo, como en cualquier sitio
de la India, es la gente y el ambiente. El templo es un lugar social. Allí hay
peregrinos sentados descansando. Pero no unos pocos. Las inmensas explanadas y
columnatas dan cobijo a cientos de ellos, que buscan la sombra, ya que el sol
pica lo suyo. Familias enteras preparan su comida. Hay chavales jugando
mientras sus padres charlan. Hay quinceañeras tonteando que se atribulan cuando
les pides una foto. Hay filas de gente para coger agua de las fuentes. Hay olor
a comida. Por haber, hay hasta basura. Bastante.
Hay, ¡ay!, sacerdotes de lungui -o como se llame la falda de
los hombres- de color negro, y adornos negros, y piel negra, y ojos negros, y
pelo negro y… todo negro coño, menos los dientes, que relumbran; y que te miran
con una intensidad que te hace tragar saliva pensando que no estás en el lugar
correcto, o que has hecho una foto indebida, o que has pasado una línea que no
has visto, o que llevas la bragueta abierta en un templo sagradísimo o ¡qué sé
yo! El caso es que acojonan a la Legión. Y cuando ya te has cagado y se han congregado
varios de ellos mirándote de una manera que tú juzgas feroz y bajas la cámara
por si acaso, y echas un pasito para atrás, y miras alrededor a ver qué puñetas
has hecho mal, y quieres no ser tan guiri y ser tragado por el suelo del
puto-templo-quién-me-manda-hacer-fotos-joder-ya-verás-la-hostia… como con un
resorte, todos sonríen al tiempo y te piden, ¡sí, te piden¡ hacerse fotos
contigo. Que se las hagas, estupendo, pero sobre todo, que te las hagas con
ellos y que te dejes tú hacer fotos que ellos quieren sacarte con los móviles
que deben llevar adheridos al culo, porque si no, no sé de dónde los sacan. Y
te rodean, y sales en sus fotos, y se cambian para salir unos y otros, y te
abrazan y se ríen, y hablas con ellos, y son encantadores. En fin. Guiris por
el mundo.
Afortunado de mí, en Chidambaram me encontré, en medio de la
explanada, una pequeña pulserita que parecía ser de oro. La llevé en la mano
toda la visita y, al salir, juzgué de entre la gente que había allí pidiendo
limosna a quién dársela rápida e inadvertidamente y seguir camino. Una mujer
vieja, enjuta y desdentada, que casi no levantaba la vista del suelo y tenía
delante una pequeña escudilla casi vacía se la encontraría envuelta en el
billete pequeño que eché. Le hacía más falta que a mí. Por si el karma…