domingo, 29 de diciembre de 2013

AQABA CON LA MACARENA Y SIN UVAS

Ha muerto hace poco Peter O’Toole. “No se puede tomar Áqaba por tierra” le advertía Sharif . Pero sí se podía, como demostró El Lawrence con solo cincuenta hombres, ya que los cañones apuntaban al mar y no esperarían un ataque desde el interior, por la espalda. Nada estaba escrito.
Teniendo en cuenta que la escena de la batalla se rodó en Carboneras, tendríamos que habérnoslo temido: Áqaba no tenía atractivo alguno.
Por suerte, llegar no nos costó tanto como a los sufridos beduinos en lucha con el ejército turco. Entonces, porque ahora creo que hay hasta una autopista, la carretera tenía su aquel, pero nada que arredrase a curtidos conductores. Épica, cero. Nuestro viejo Opel Astra bajó las fuertes y curvadas rampas desde la meseta donde habíamos visitado Wadi Rum sin esfuerzo, mientras nos cruzábamos, eso sí, con una interminable fila de camiones que transportaban hacia el norte, a Amman, todo lo que entra en Jordania desde su único puerto. Los enormes mastodontes, de doble caja, y de quinta mano, antiguos, con matrículas jordanas superpuestas a las belgas o alemanas que asomaban debajo, renqueaban, resoplaban a cada cambio de marchas, te asfixiaban en vaharadas de humo densas como chocolate… pero iban en sentido contrario. Ya nos los encontraríamos a la vuelta; por ahora, ¡A Áqaba!  No hay que explicar que el mero hecho de ir hacia allí ya era toda una ilusión. En un momento dado, paramos en la cuneta a la salida del encajonado valle por el que discurría la ruta: se veía el mar. El Mar Rojo. Y en la costa, desparramada en la llanura, la ciudad. Las primera veces son, eso, primeras veces.
Llegamos al atardecer, y, como a Lawrence, no nos esperaban, pero conseguir un buen hotel para las dos noches siguientes no fue nada complicado y eso que era 30 de Diciembre, como hoy. El cambio de año no parecía reunir allí grandes multitudes. Ni pequeñas tampoco. Hasta donde sé, ahora aquello es una verdadera central de submarinismo, y hay mucha demanda, pero no cuando nosotros la visitamos, hace ya quince años. 
Hasta ahí, todo bien. El mito cayó el día de nochevieja, por los suelos. Recorrimos de punta a punta aquella ciudad y sus alrededores, y nada. El puerto, en su zona accesible, feo y sucio, y las enormes instalaciones portuarias de carga, ya fuera de la ciudad, una valla larga como un día sin pan, a cuyo final llegamos a lo más excitante que encontramos en todo el día: la frontera con Arabia Saudí, donde nos miraron con una cara a medio camino entre la condescendencia y el “te meto” cuando cándidamente preguntamos si podíamos pasar al otro lado un rato, por aquello de haber cruzado al país vecino unos cientos de metros. Algo parecido nos sucedió al otro lado, frente a la ciudad espejo, competidora y mucho más rica y próspera de Eilat, ya en territorio israelí y sobre la que no había nada que preguntar porque era sencillamente imposible acercarse. No había frontera ni camino ¿Y entremedias? Pues una ciudad que respondía con plenitud al concepto de ciudad árabe fea. Igual que hay ciudades europeas o americanas feas, que tienen una fealdad propia. El único monumento o atractivo turístico era el castillo de los mamelucos, que albergaba un museo tristón y que estaba situado en unos jardines – los únicos- que bordeaban el desangelado paseo marítimo de cuyas farolas funcionaban sólo algunas. Fin del relato. Callejeamos todo lo que pudimos sin éxito alguno. Si tenía algo que ofrecer, nos lo ocultó.
La tarde cayó, y le siguió la noche, a la que llegamos cansados de caminar y conducir por una ciudad tan poco interesante. Pero era Nochevieja, así que nos arreglamos en lo posible para unos turistas de a pie y tomamos un menú un poco especial, pero sin grandes alharacas. Había una cena de gala, pero era prohibitiva. Los únicos que ocuparon las mesas reservadas fueron unos quince comensales, todos occidentales con un cierto aire de fiesta postiza, ya que no había ambiente festivo alguno.
Nosotros nos dispusimos a llegar a medianoche encargando una botella de champán sentados en la buena terraza, disfrutando al menos del clima y la tranquilidad. Preguntamos por unas uvas -patria ante todo-, pero nos miraron como los de la frontera, ¿serían familia?

Tras la cena, había baile para aquellos pocos extranjeros entre los que nos encontrábamos. Cada cual se divertía dentro de las limitadas posibilidades que aquel lugar ofrecía. En un momento dado un empleado del hotel se nos acercó y nos preguntó si éramos españoles. Y, como lo éramos, nos prometió algo especial para celebrar el nuevo año. Imaginamos… una botella de parte de la casa, unas flores para ellas, unos bombones, tabaco, té… pero no. La siguiente canción estuvo dedicada “a nuestros distinguidos huéspedes españoles. Para todos ustedes, Ay Macarena”. Dale a tu cuerpo alegría ¡en Áqaba! ¿Y para esto nos cruzamos el Yunque de fuego?

viernes, 13 de diciembre de 2013

MUSEO DE LOS HORRORES (CRÍMENES) DE LA GUERRA. SAIGÓN/CIUDAD HO CHI MINH

Anoche volvió a abducirme Coppola con su Apocalypse now. “No hay nada como el olor a napalm por las mañanas, hijo”, le dice el mayor sudista y surfista al capitán que tiene el encargo de remontar el río en búsqueda de Marlon Brando endiosado. Desde luego, como escribí en los túneles de Cu Chi, es increíble lo que gastaron los americanos en aquella guerra. En gente, en medios, en horror.
El museo de Ciudad Ho Chi Minh, que yo siempre llamaré Saigón, lo siento, se llamaba en origen “museo de los crímenes de guerra”. Los crímenes americanos, claro. Si no recuerdo mal, incluso algo había algo allí acerca de la guerra contra los franceses. La batalla de Dien Bien Phu es casi tan famosa como la ofensiva del Tet. Hace poco ha muerto, ya muy mayor, el mítico general Võ Nguyên Giáp, artífice de ambas y héroe nacional, claro.
Bueno, pero el  museo está dedicado a las acciones de los norteamericanos. La entrada es más bien clásica, con carros (M41, M48) aviones (A5 Northrop, A47) y, sobretodo los helicópteros que todos recordamos de las películas, muy especialmente la que ha dado pie a este texto: los Huey y los gigantescos Chinook.
Están como para usarse, con los filtros, las trampillas, todo est"Puto trasto.rlos. carte a pedirros, las trampilas, todo en orden de uso.sola menciertogo con lo que comer, no dedicarte a pedirá casi en orden de combate. Sólo falta armarlos. Poned la cabalgata de las walkirias y estáis en ambiente. El olor a napalm es más complicado de lograr.
Sin embargo, cuando entras, la parte lúdica o el interés por los aparatos se resquebraja. Allí hay, desde luego, toda la parafernalia bélica que los americanos llevaban a cuestas, desde expositores con todos los modelos de granadas a los de ametralladoras, pero sobretodo, hay fotos. Hay fotos de niños muertos destrozados; primeros planos. De mujeres y ancianos en las cunetas. De hombres siendo ejecutados de un disparo a quemarropa en la sien o lanzados desde helicópteros en vuelo. Hay fosas comunes de civiles junto a las que un soldado fuma… Algunas fotos tienen en el pie el nombre del soldado americano que lo hace, porque se reconoce el distintivo de la unidad y el nombre. Terrible.
También hay una enorme sala dedicada al agente naranja. La putas dioxinas, ya se sabe. El agente naranja se utilizó masivamente como elemento defoliante para despejar las densas zonas boscosas, tan adecuadas para que “Charlie” se escondiera.  Claro, ya de por si es mala cosa, pero es que los residuos produjeron gravísimas deformaciones a los bebés nacidos de gestantes expuestas al agente naranja. Incluso, al parecer, ha habido cierta persistencia, de forma que aún hoy hay personas con deformidades derivadas del agente naranja nacidas años después de la guerra. Es horroroso. Vi una persona en la calle, no es una película ni una foto. Te los cruzas.
El olor a napalm le gustaría mucho al mayor de la película, pero la única persona que me pidió dinero en todo el viaje fue un hombre con la cara deformada por una quemadura brutal de quien el guía me explicó que estaba causada por napalm. Considerando la edad, era perfectamente creíble. No hay mendigos en Vietnam; culturalmente, no existe la mendicidad, debes procurarte algo con lo que comer, no dedicarte a pedirlo. De hecho, según nos decían, los únicos que recibían algún tipo de ayuda del estado como consecuencia de la guerra eran las víctimas, precisamente, del agente naranja así como aquellas mujeres cuyos hijos y maridos hubieran muerto en la contienda. No sé, como me lo contaron lo cuento.
Imaginad lo que deben sentir los americanos que visiten esto y vean, por casualidad, algo que les sea conocido. Y hay muchos, muchos veteranos de guerra visitando Vietnam ahora. Allí ellos son los villanos, algo a lo que no están acostumbrados a ver. Sus caras eran muy largas allí. Lo hicieron muy mal. Y encima perdieron. No, no están hechos a eso. Lo cierto es que, todo sea dicho, tampoco hay una sola mención a las represiones del otro bando, cuando, por ejemplo, en la ofensiva del Tet, masacraron en Hue a los oficios “proclives” a los occidentales: profesores, médicos, abogados, universitarios… Como aquí durante la guerra civil eran por definición sospechosos en uno u otro bando los maestros o los jueces.
Claro, el vencedor escribe la historia.
El público, aparte de los curiosos turistas, lo componen en gran medida colegiales. Muy probablemente, sea visita obligada. Si no fuera por la indudable carga doctrinal que deben llevar las charlas que les dan, a mi juicio entrar en un sitio así es una magnífica ocasión para odiar la guerra. Hay hasta un feto con malformaciones. Allí casi puedes tocar el desastre, no es una historia fascinante en una pantalla. No es interactivo, es abrumador. Se ven, sobretodo, los horrores de la guerra. El nombre del museo es correcto.

Al salir, miras los preciosos aparatos con otros ojos, acusadores. Putos trastos.


domingo, 1 de diciembre de 2013

EL TEATRO DE EPIDAURO, SEÑOR CONDE.

Tras ver Micenas, que habrá que contar en otro momento porque tiene mucha miga, marchamos hacia Nauplio, a cenar pescaíto, que es típico y no todo van a ser ruinas, leche. Nauplio es un muy bonito pueblo, a medias bizantino y veneciano. Buen lugar de vacaciones sin duda.

Pero en el camino hay una parada obligada: Epidauro.

Epidauro es una visita sencilla, pero sabrosa: un teatro griego. Solo que es gigantesco (cerca de 12000 localidades), el mayor de los que se conservan, y que tiene una acústica sideral. Puesto en el centro del escenario, puedes hablar un poquito alto y se te oye arriba del todo perfectamente.  Y arriba es muy arriba, porque tiene un graderío (que se llama “koilon”) de unas 50 filas. Tela. Hablando en voz normal se escucha perfectamente desde arriba. Comprobado.

Nuestra gente se dividió. Hubo quienes se subieron hasta arriba del todo para verificar si realmente era cierto que podía escucharse desde allá lo que se decía desde el punto central de la “orchestra” –esencialmente la gente joven-; los hubo también que tomaron asiento más prudentemente, es decir, en las primeras filas, y que fueron inmensa mayoría; y por fin, hubo quienes, la ocasión la pintan calva, se dispusieron a declamar en el teatro de Epidauro ante el respetable. Poesías españolas del siglo de oro de tema griego,  poesías griegas, una jota y alguna que otra canción de Teodorakis. Sí, claro, con más voluntad que acierto. El chaval más joven del grupo nos cantó el himno de su colegio, original de Lord Byron (eso es caché; bueno eso y vivir en la Gran Bretaña). Pero algunos incluso lanzaron un simple chiste o un ripio:

¿Qué queréis, Conde c’agamos
con los moros c’agarremos?
¡C’agaleras los pongáis!
Cuidado señor conde lo c’agais.
¡Sé lo c’ago! ¡Y c’ago bien!
Señor conde, asustado me’ais.

Con dos cojones. Esculapio, cuyo templo está unos metros más allá y en cuyo honor se levantó el teatro para celebrar las fiestas llamadas “Asclepeia” sea misericordioso. Mucho.