Leo que el nombre de Sillustani puede estar
compuesto por las palabras sillus,
que significaría “uña”, y llustani,
“resbalar”. Viene a ser, según esta interpretación, algo así como que la unión
de los bloques de piedra es tal que las uñas resbalan en las juntas, de tan
ajustadas que están. Puede ser.
Parece ser que este tipo de tumbas abundan en
todo el altiplano, especialmente alrededor del Titicaca, pero el yacimiento de
Sillustani es especialmente rico en ellas y presenta además una particularidad
que le hace especialmente valioso, y es que el complejo está sin terminar. Eso
permite conocer cómo se construían. Hay piedras a medio tallar en los
alrededores, material amontonado (será de entonces o lo habrá sido por los
arqueólogos) como si fuera el acopio, listo para usarse en la obra. Las chulpas
tiene forma aparentemente cilíndrica, pero en realidad son troncocónicas, porque
son más anchas en la parte superior –con una especie de friso- que en la base,
lo cual les da un aire muy
característico. Usadas como tumbas, no está claro si individuales o colectivas
a modo de panteones familiares por la nobleza y realeza, la cámara funeraria es
extremadamente pequeña, no entiende el profano cómo meter allí uno y menos
varios fardos funerarios, pero claramente, algo se me escapó de las
explicaciones.
Un viento nada sutil nos acompañó durante
toda la visita, mientras el sol empezaba a bajar y nosotros nos iríamos a
dormir a la vecina Puno. Gafas de sol, sí, forro polar, también; hacía frío.
Fuimos de primeras hacia la chulpa del lagarto, la más famosa y por tanto la
más fotogénica, que ofrecía además a su lagarto grabado en escorzo, proyectando
su exigua sombra sobre la piedra y dando una imagen que se llevó varias decenas
de nuevas fotos por parte de nuestra gente.
Mientras trepábamos, a nuestro costado ladera
abajo, una jovencísima pastora hacía uso de una honda con su rebaño de llamas y
alpacas, limitándoles el recorrido a base de bien. Ni una se salía del grupo.
No te digo.
Tras las explicaciones, nos dimos una vuelta
por la meseta en la que estaban situadas las chulpas, sintiendo perfectamente
el frío aire – que me obligó a quitarme el sombrero y no sólo por admiración y
respeto –je- sino por prudencia. Me lo acababa de comprar en Arequipa y no era
cosa de perderlo a los dos días. Tanto viento hizo rápida la visita, aunque la
cabra tira al monte y me perdí un poco entre piedras, descubriendo un par de
grandes cabezas de ¿serpiente? Talladas en piedra y a una nueva pastora guiando
con una cuerda a su llama por la zona arqueológica. Hay que aprovecharlo todo,
faltaría.
Al marcharnos, aún pudimos ver a otro pastorcillo,
que tendría no más de tres años, con su jersey bien vistoso y su chullo; le
habían asignado una cría que llevaba atada con una cuerda y no se sabía bien
quién conducía a quién. Algún compañero desistió de la visita aquejado ya de un
mal de altura incipiente. Cuando salimos de Sillustani, a mí me faltaba una
hora para conocerlo, a pesar del té de coca, las hojas de coca masticadas hasta
dejarte los dientes enrasados y la boca arenosa, los caramelos de coca…
Sólo me quedaron por probar los enemas de
coca. Oye, nunca se sabe…
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