La
catedral, que tiene sus altísimas torres de más de cien metros eternamente en
obras, sus inscripciones en alfabeto galgolítico, una curiosidad que parecen
las runas de Tolkien y larguísimas filas para los confesionarios (y de gente
joven, algo llamativo, la verdad). Las
pequeñas callecitas adoquinadas, de aire tan centroeuropeo, en la zona vieja
(el barrio alto), que culminan en la capillita de la Puerta de Piedra, con sus
farolas de gas, oscilantes y antiguas, y sus exvotos, que siempre me llaman la
atención. A su lado, una de las cosas que más me gustaron: la estatua de San
Jorge. Un imagen distinta a las habituales de lucha feroz del caballero con el
dragón, violentas, aguerridas, marciales. Aquí, el caballero se ha quitado el
yelmo y está con él entre los brazos, las manos rodeándolo, la lanza rota, y
mira hacia la cabeza del dragón (que es la de un siluro diría yo) con aire casi
apenado. Como diciendo ¿pero qué he hecho? Me encantó.
Sigues subiendo y hay
que llegarse luego hasta la iglesia de San Marcos, icono de la ciudad, con su
tejado de tejas esmaltadas y coloridas. De allí pasas de largo, porque suena a
turistada, el Museo de las Relaciones Rotas y te alcanzas hasta la torre que
dispara un cañonazo todos lo días a las
doce, en recuerdo de no-sé-qué batalla con los turcos; y te bajas en el
funicular, azul y vetusto, hacia el barrio bajo. Allí caminas un buen rato y
conoces la plaza Ban Jelacic, con su ir y venir de tranvías, alguno digno de
una película de espías de la guerra fría, sus puestos de embutidos y panes, y
te encaramas al vecino mercado de Dolac, repleto de puestos de fruta, verduras,
miel y requesón que vendían por cucharadas. Un rincón estaba lleno de escobas y
artículos de mimbre; de hecho compramos una escobilla para la chimenea y a punto
estuvimos de hacer lo mismo con una de esas paletas de varear colchones de
nuestras abuelas. ¿Que para qué? Pues para nada, obviamente. Pescado, cero; en
cambio las carnicerías exhiben caretas de cerdo ahumadas, que más parecen un
disfraz que una comida. Había decenas de puestos de embutidos, y la mayoría
ahumados. Qué ricos.
De
allí te vas hacia la estación pasando por el parque Maximir, precioso, visitas
una estación decimonónica que no tiene nada de especial, pasas ante las
academias de artes y ciencias en sus monumentales edificios del XIX, y llegas
por fin hasta su jardín botánico, de bolsillo, coqueto, asequible. Los del
baloncesto tienen, si así lo quieren, el museo Drazen Petrovic. Yo preferí una
gran cerveza, ya me perdonaréis. Eso sí, cerca de la calle dedicada a Tesla,
por aquello de la buena onda.
Un
buena visita que se te lleva un día cómodo.
Al
día siguiente, lo primero es lo primero y vemos el museo de verdad, el Minara.
Preciosísima colección de vidrio, desde los romanos hasta hoy en día. Y arte
oriental. Vale la pena. La pinacoteca, muy variada, tiene un poco de todo. Pero
lo más destacado de esta visita es una estatua de un Apoxiomeno rescatada del
mar. Tremenda, impresionante. Las fotos de cómo estaba en el fondo que son muy
espectaculares, quedan al margen cuando por fin te centras en el amigo aquel.
Le hace sentir a uno gordo, viejo, bajo y feo (vamos, como en casa).
La
gente es excepcionalmente alta en Croacia y yo creo que especialmente en
Zagreb, por cierto.
Pero
algo en la meninge te llama hacia aquel museo de aspecto adolescente… Y
fuimos.
Tiene
piezas absolutamente inusuales. Son objetos cotidianos que tuvieron algún
significado para una pareja y que ahora, rota aquella, uno de los integrantes
ha cedido al museo para su exhibición con una pequeña leyenda sobre qué
significó aquello en la relación. Proceden
de todo el mundo. Hay muchos, y de ellos un sinfín de previsibles, como
condones, cartas, discos, muchos peluches.. y otros más imprevistos, como
abrigos “de leopardo”, retrovisores… y el hacha. Planteamiento muy original sin
duda, pero arriesgado. Porque se puede convertir en una cacharrería. Pero no,
tiene su aquel, aunque finalmente, resulte melancólico y te lleve a la tristeza.
Era, es, inevitable, me temo.
Algunos
objetos y algunas leyendas aproximadas. No pondré fotos, supongo que hay
derechos de autor y esas cosas:
Una plancha: con ella planché mi traje de boda.
Ahora es lo único que queda.
Una bolsita de obsequio a los asistentes: la
adoro, me hace recordar los tiempos felices.
Un enano horrible de esos que decoran algunos
horribles jardines: él llegó en su coche nuevo, arrogante. El enano describió
un amplio arco y cayó sobre el parabrisas del coche y de ahí al asfalto. El
arco simbolizó muy bien nuestra relación.
Un osito de peluche: él era chino, yo malaya. Me
quedé el osito oscuro y él uno igual blanco; mi familia no aprobaba nuestra
relación, así que lo único que yo podía mostrar en público era mi osito, no
fotos ni regalos; solo el osito, que me lo recordaba a él. Cuando rompimos,
lloré sobre mi osito. Y cuando finalmente decidí quitarlo de en medio, nadie lo
echó de menos.
Una tetas postizas: mi marido las compró y me
obligó a ponérmelas cuando teníamos sexo, porque le excitaban, ya que eran
mayores que las mías. Le dejé por fin.
Una caja de condones: me las regaló ella después
de un viaje. Nunca los usé, ni con ella ni con nadie más.
Unas esposas acolchadas y forradas de raso. Sin
leyenda.
Una fotografía de un embarcadero: me escapé del
colegio para verme con mi novio. La flecha señala el lugar donde vi por primera
vez en mi vida un pene de cerca.
Y la estrella de la exhibición para mí: un hacha con una larga
leyenda. La historia del hacha es magnífica. Dice más o menos así: Por fin, una
mujer entró en mi vida; mis amigos me decían que tenía que haberlo hecho antes,
pero no. Unos meses después de que ella viniera a vivir conmigo tuve que salir
de viaje tres semanas y ella se despidió de mi en el aeropuerto diciéndome que
no podría soportar tres semanas sin mi. Volví a las tres semanas y ella me dijo
que se había enamorado de una mujer que había conocido cuatro días antes y que
esa mujer podría darle todo lo que necesitaba, no como yo. Le pregunté acerca
de nosotros y no supo responder. Se fue de vacaciones con su amiga y dejó todos
sus muebles en mi casa. Así que, como válvula de escape, compré este hacha y
cada día de las dos semanas que estuvo fuera, hice astillas uno de sus muebles
para producirle al menos un cierto sentimiento de pérdida, que no parecía
sentir por mí. Cada día reducía a astillas uno de sus muebles y me sentía
mejor, dejándolas allí a modo de reflejo de cómo me sentía, de cómo estaba mi
alma. A las dos semanas, regresó por sus muebles. Estaban cada uno en sus
respectivos sitios, hechos un montoncito. Los recogió y se marchó sin un
reproche. El hacha fue ascendida a instrumento terapéutico.
¿Es que no es preciosa? Digo la historia.
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