El guía subió parsimoniosamente al autobús.
Estaban todavía a unos kilómetros del sitio arqueológico al que iban, de manera
que esperaban que en el trayecto pudiera hacerles llegar información al
respecto, como tantas otras veces y otros tantos guías. Aquel hombre iba a ser
el suyo para la visita de las ruinas de Topoxté, en Petén, al norte de
Guatemala; un yacimiento que se anunciaba interesante y para el que era
obligatorio contar con un guía local. El recién llegado era “el único
disponible” dada la premura con que habían debido ajustar aquella visita. El
huracán que les había impedido cruzar la frontera con Belize había entrado por
fin en el país. No estaba teniendo tanta repercusión devastadora como las
previsiones habían anunciado pero sí la suficiente como para que las
autoridades impidieran la entrada a turistas procedentes de Guatemala, evitando
así tener que asumir responsabilidades respecto a ellos. En realidad, si
hubieran logrado entrar en Belize, la situación hubiera sido incluso peor, ya
que las visitas a los yacimientos habían sido prohibidas, así como los
recorridos turísticos de todo tipo, lo que les hubiera dejado inmovilizados en
el hotel mientras durase la alerta. Un hotel del que el guía principal les había
advertido que iba a ser el peor con diferencia de todos los del viaje, debido a
la falta de infraestructura hotelera de calidad en aquella zona. Por esa razón,
su proyectada visita a las ruinas de la importantísima ciudad maya de Caracol
había tenido que suspenderse y los organizadores del viaje se las habían visto
y deseado para buscar alternativas rápidas, factibles e interesantes. La más
inmediata era visitar aquellas ruinas a las que ahora llegaban, que ya formaban
parte del programa inicial, pero lo hacían dos días antes de lo previsto, lo
que exigía reacomodar el programa con restaurantes, hoteles y guías.
El recién llegado charló unos minutos con el
guía principal en un ambiente aparentemente distendido. Apenas podía vérseles
tras la mampara, un elemento habitual en los grandes autobuses de línea que
abundan en Latinoamérica y que cubren enormes distancias supliendo la por lo
general deficiente red ferroviaria. Aquel, antiguo y un tanto desvencijado,
respondía exactamente a ese perfil. Era un enorme Volvo con una bodega digna de
un trasatlántico para el equipaje y que, en contraste con sus tremendas
longitud y altura, contaba con relativamente pocos asientos, muy separados,
anchos, acolchados, cómodos a rabiar y que además eran reclinables hasta un
grado muy superior al común en Europa; incluso disponían de apoyo escamoteable
para las piernas. Tenía también ventanas practicables, deslizantes, algo ya
impensable en otros sitios, y que muchos pasajeros disfrutaron enormemente al
permitirles percibir el aire y los olores, sacar la cabeza y disfrutar con el
viento de la marcha, asomarse cuando estaban parados, hacer fotos desde ellas y
hasta charlar con gente que se cruzaba en su camino. Autobuses como los de
antes, cuando se les llamaba coche de línea o hasta “el avión”; un meacuerdodecuando comentado el primer
día entre los viajeros con agrado general. El conjunto lo remataba, según el
canon, aquella mampara que separaba los asientos del conductor y el acompañante
de la cabina del pasaje. Era el elemento menos popular de aquel peculiar
equipamiento, porque dificultaba la visión de la carretera, algo que disgustaba
a más de un pasajero aficionado a las fotos en marcha y que ahora mismo les
impedía, precisamente, ver algo mejor al personaje.
Terminados los saludos iniciales, atravesaron
la división, el guía principal retomó su asiento en la primera fila, y el
recién llegado ocupó el que quedaba a su lado. En ese rápido movimiento, apenas
pudieron vislumbrarle. Los pasajeros que desde la parte trasera estiraban el
cuello curiosos, permanecieron ajenos a las características del nuevo guía,
pero tampoco los que ocupaban los asientos más adelantados pudieron aún verlo.
Sí en cambio a su sombrero, que seguía sobre su cabeza. Llevaba uno de tela
caqui con las alas vueltas hacia arriba, formando una especie de teja. Asentía
con frecuencia, lo que podía apreciarse con el movimiento de su tocado. Pasados
unos minutos, y ante la carencia de novedades, los viajeros retomaron sus
quehaceres de a bordo: consultar guías, admirar el paisaje y el paisanaje, hacer
fotos desde las ventanillas, charlar con los demás o, simplemente, dormitar. A
su paso, zonas boscosas densas y caóticas se alternaban en duro contraste con plantaciones
de caucho perfectamente alineadas y con
alguna que otra granja en la que las chepudas vacas –eran cebúes- pacían
calmosas en llanos arrancados a la exuberante selva. En los márgenes de
aquellas praderas impuestas crecía alguna que otra palmera cuya sombra se
convertía en lugar de reposo y rumia para las vacas. Entreveradas, también
había milpas en las que el maíz aún tierno apenas rebasaba el metro de altura. Prados,
plantaciones y maizales estaban claramente bajo amenaza de ser reconquistados
ante la mínima dejadez en someterlos a pastoreo o roturado. Si en algún sitio
podía verse al desnudo que cada palmo de suelo aprovechado era fruto de una lucha constante en la que el bosque
perdía por ahora, estaban en él. Pero no tenía por qué ser siempre así.
Pasaron una soleada escuelita en cuyo cercado
los niños jugaban al fútbol entre unas porterías improvisadas con cuatro palos
sujetos con piedras a modo de postes; las niñas usaban una comba y hacían cola
para saltar. A su alrededor, varias casitas de madera carcomida y combada exhibían
sus respectivas coladas multicolores tendidas sobre las vallas de separación.
El altavoz tronó, sobresaltándolos a todos.
- Buenos días.
El nuevo guía les hablaba por primera vez. Su
voz sonó distorsionada a causa de la deficiente acústica del sistema de sonido
del autobús y de que se acercaba demasiado el micrófono a la boca. Se presentó
como Paco, aunque les reveló que ese era sólo su nombre de guerra, ya que su
verdadero nombre maya era otro. No llegó a pronunciarlo en ningún momento.
Tenía una voz que al principio, y pese a la electrónica, les pareció melosa,
envolvente y cálida. Pero a medida que transcurría su discurso se tornó más
bien oscura, casi insidiosa. Se identificó a si mismo sucesiva y aditivamente
como un chamán, como un estrecho colaborador de prestigiosos científicos
norteamericanos y como un dirigente de las comunidades indígenas que habitaban
una de las comarcas próximas al área en la que se encontraban.
- Alguien muy importante – señaló con aire
socarrón uno de los pasajeros a su vecino de asiento mientras con la cabeza
hacía un gesto de valoración que su sonrisa cínica desdecía. Continuó su
discurso ilustrándoles sobre la vida maya antes de la Conquista, con esa
verborrea típica del guía turístico, tan dada a ensalzar lo propio por encima
de todo rigor histórico o de cualquier comparación. Ineludiblemente, el terruño
y la sabiduría popular local se correspondían con hallazgos excelsos de la
cultura universal. Eso cuando no había habido una civilización que en algún
momento hubiese ejercido influencia sobre las vecinas, porque entonces la
conclusión a la que todo viajero sujeto a estas peroratas debería llegar sin error
es a que se encontraban ante los restos de la mayor civilización de la
historia. Generalmente, además, injustamente tratada por los historiadores y
siempre minusvalorada. Si, como era el caso, los sufridos turistas provenían
del país que siglos atrás fue causante de la pérdida de aquel acervo cultural,
había que estar preparado para casi todo.
Según su versión, él oficiaba en los rituales
mayas actuales, que se llevan a cabo en lugares mágicos cercanos a los viejos
templos. Los viajeros ya habían visto algunos de esos lugares, con restos de
cera consumida y alguna vela protegida, aún viva. Un rumor recorrió el autobús,
reconociendo la escena que él describía. Su papel en estos ritos le hacía
encarnar el papel de intermediario entre mayas y ladinos. En cuanto a su
colaboración con los científicos, había sido de gran ayuda en la confección de
ciertos mapas sobre los lugares mágicos mayas, contribuyendo a encontrar puntos
y líneas de energía que sólo una vez señalados según antiguas creencias y
técnicas pudieron ser corroborados mediante el más moderno aparataje. Las
miradas entre los viajeros aumentaron en número, la intensidad de los
aspavientos denotando fastidio e incomprensión creció perceptiblemente y no
pocos de ellos comenzaron a hacer oídos sordos a la soflama místico-científica.
Su intervención finalizó abruptamente. El
autobús había llegado al final de la pista en la que se había convertido la
pequeña carretera a la entrada del complejo arqueológico sin que, todavía, les
hubiese explicado nada acerca de la visita que iban a realizar.
- Perdón, hemos llegado. Ahora bajamos, les explicamos
en qué va consistir la visita y durante la misma les voy dando la información
sobre este importante yacimiento posclásico. Por favor sitúense bajo aquel
árbol, a la sombra, y cuando estemos todos comenzamos.
Tras una breve espera, y unas instrucciones
igualmente cortas pero claras, abordaron dos lanchas de un imposible color azul
cielo cuyas toldillas estaban recubiertas de bolsas de plástico negro en un
intento de impermeabilizarlas que les daba un aspecto nada tranquilizador. En
ellas les transportaron hacia Topoxté, una isla del lago Yaxhá en la que
desembarcaron después de un trayecto de unos diez minutos lleno de fotos desde
la borda, aire en la cara, comentarios jocosos acerca del nuevo guía y esa
excitación que acompaña siempre al viajero que se aproxima a un nuevo lugar que
se anuncia atractivo sobre el papel y que al que se quiere transformar en
sensaciones y recuerdos. El pantalán, muy deteriorado, los acogió con serios crujidos
ante una marea de gente a la que a todas luces no estaban acostumbradas sus
viejas maderas. A la voz del guía, se dirigieron hacia las ruinas por una senda
sombreada, ascendiendo entre lo que algunos reconocían como ceibas, matapalos o
aguacates y decenas de otras especies desconocidas para ellos. Cinco minutos
después se arremolinaban a su alrededor esperando a los rezagados. Se había
situado frente a una escalera que conducía a un templo de los tres que formaban
lo que él llamó la plaza central. Las piedras que los formaban estaban casi
totalmente cubiertas de musgo, y las zonas superiores habían sido techadas para
protegerlas del agua. Algunos, prescindiendo abiertamente de cuanto pudiera
contarles, se diseminaron tratando de ver aquello por su cuenta o de conseguir
buenas fotos. Pero el resto confió aún en poder sacar algo de provecho del guía
y aguardaron sus explicaciones.
Paco, situado tras ella y señalando una
piedra con seis muescas que formaban un hexágono, comenzó una larga disquisición
acerca de la simbología maya. Pero en cierto punto de su charla, con un calor ya
sofocante y una humedad crecientemente insoportable, alguien hizo una pregunta
aprovechando una referencia a la ciencia astronómica maya y su gran precisión
en la medida del tiempo, algo determinante para conocer los tiempos de las cosechas
y los eclipses.
- Disculpe, querría saber qué fue del asunto
aquel del fin del mundo según el calendario maya.
El
hombre sonrió con suficiencia y se sumergió en una prolija explicación sobre
los baktunes, el calendario largo, el
corto, los ciclos de cincuenta y dos años y todo lo que rodeaba al asunto. La
conclusión final, que todos ya sabían en parte, fue que el día señalado no terminó
el mundo, sino que “cambió la polaridad”. Afirmación ante la que uno de los viajeros,
un tanto harto ya de tanta retórica hueca, repuso preguntando si se refería a la
polaridad magnética, la terrestre, algún tipo de inversión eléctrica… “en fin,
que ¿qué polaridad cambió ese día?” concluyó. El grupo acogió su intervención
con evidentes muestras de apoyo a la cuestión y de hastío hacia el vacuo
discurso del tal Paco. Ante aquello, el supuesto chamán trasunto en guía se les
quedó mirando fijamente con los ojos entrecerrados, adoptando un aire pretendidamente
enigmático.
- La polaridad, pues claro, hay que abrir la
mente occidental y aceptar lo que uno no sabe.
Bufidos escépticos, espaldas que se volvieron
hacia él y disgregación por la zona para admirar lo que algún maya de otro valor
construyó hace siglos fue la respuesta final del grupo, ya harto.
El trayecto de vuelta, con una maravillosa
atardecida vista desde la borda del barco volvió a conseguir hacer funcionar
las cámaras en unos casos y las retinas en todos. Alguien mencionó a
Monterroso.
- ¿Os acordáis del cuento de Monterroso que
nos leyó el otro día Juan? El del misionero español de la época de la conquista
que pretende salvarse de ser sacrificado por los mayas porque gracias a su
conocimiento de Aristóteles sabía de antemano que iba a haber un eclipse. Los
mayas lo sabían de sobra y lo matan igualmente, sin despeinarse. Y mientras lo
hacen, recitan en letanía las fechas de los eclipses por venir. La verdad es
que a uno le queda la duda de qué parte del mundo maya es la auténtica, si el
charlatán este o el calendario. Menos mal que parece evidente que los del
calendario son más perdurables, aunque a nosotros nos haya tocado un pelmazo. Cuando
llegaron al autobús ya casi anochecía y subieron rápidamente, cansados ya y
deseosos de sentarse con cierta comodidad. Paco subió el último, con una mirada
entre torva y divertida.
- Bien, yo aquí me despido, espero que hayan
podido disfrutar de la visita. No quiero marcharme sin antes hacerles notar que
a la derecha pueden ustedes admirar lo que llamamos la cabeza del cocodrilo,
que es la silueta de aquella isla, ¿la ven? Aún pueden tomar una bella foto con
la luz del ocaso. Bueno… pueden intentarlo
– recalcó-.
Mientras hablaba y señalaba en aquella
dirección, escudriñaba en realidad las reacciones de los viajeros. Algunos
miraron hacia donde les indicaba; otros, ni siquiera le concedieron aquello.
Varios hicieron el intento.
- Oye, mi cámara se ha apagado ella sola,
¿qué pasa? – dijo uno de aquellos. Trató de encenderla. Lo intentó varias
veces. Nada. No hubo manera.
- Anda, la mía también – repuso otro. Y otro.
Y otro.
Paco giró sus ojos hacia el grupo, los
clavó en ellos recorriendo toda la cabina, sonrió y, lentamente, sin darse la
vuelta, mirándolos mientras retrocedía, bajó del autob ús y
se alejó.