martes, 20 de febrero de 2024

QUEBEC, ¿ELDORADO BILINGÜE? JE NE SAIS PAS.


Visitar Quebec es, desde luego, un placer. La ciudad se sale de lo habitual en el norte de América, y tiene un indudable sabor francés, un tanto impostado a veces. Hasta los restaurantes y camareros con ínfulas pretenden ser a veces más papistas que el Papa, actuando como estrellas Michelin sin ser otra cosa que bistrós de barrio, dignos, pero sin más. Virtud y defecto al tiempo, el afrancesamiento deviene en un cierto aire de singularidad mal entendida, como todos los nacionalismos reivindicativos, nosotrosomosasísmos y sabeustedconquiénestáhablandoismos. Siendo una ciudad mucho más atractiva que Toronto o que la también francófona Montreal, Quebec rezuma la reivindicación tozuda que ondea en sus matrículas: Je me souviens (Me acuerdo). Ese provincianismo viciado, onfálico, ensimismado, me sobra e incomoda.


Si en el resto de Canadá encontramos todo en dos idiomas, y hasta en la muy norteamericana -entiéndase cuasi estadounidense- y cosmopolita Toronto, la duplicidad se incrusta no sin retorcimientos en cada rótulo, en Quebec el inglés se ve, se quiere hacer ver, residual.

Esto es la francofonía, mon amie parecen querer decirnos por doquier; y sin complejos. Al turista, que evidentemente lo es tan pronto cruza la puerta del restaurante, museo o tienda, se le tolera el inglés, aunque no si un cierto mirar oblicuo y ceja arqueada. Identificados los clientes potenciales como españoles, las tres palabritas en castellano y una simpatía a veces condescendiente te acogen sin mayores problemas. Bueno, y si chapurreas algo en francés hasta te sonríen. Otra cosa es vivir allí, según nos dicen unos y otros, incluidos los muy integrados. Ahí no hay medias tintas. El inglés no es bienvenido de un canadiense o un residente; se espera, se exige el francés.

Claro, en Canadá es innegable la existencia de dos grandes comunidades cuyos orígenes generaron guerras y separación cultural desde el momento mismo en que ingleses y franceses encontraron, buscando el paso del noroeste, el río san Lorenzo y sus amplias derivadas lacustres. Francia e Inglaterra -y sus respectivos descendientes- se retorcieron el brazo hasta no hace tanto. Y ninguno ha sido muy considerado con “el otro” nunca. Canadá es un invento muy moderno, incompleto, de hecho. 

La visita es muy agradable, porque el centro de la vieja ciudad y su puerto es desde luego, como estar en una ciudad del Atlantico francés del norte -Normandía o Bretaña pongo por caso-. Tienen dimensiones muy asequibles y están contenidas en un recinto amurallado. No hay pérdida. La puerta de Saint-Jean permite atravesar su conservada muralla. Una vez dentro, a la sucesión de locales tradicionales (Anciennes canadiens es un famoso restaurante donde tomar la clásica poutine) le sigue la resolución en la Place Royal y la enorme balconada -la promenade des Governeurs- sobre el río y viejo puerto justo debajo. Puede visitarse la catedral católica de Notre Dame de Quebec, que ejerce, a la vez, de mausoleo de San Francisco de Laval, cuya Universidad al lado es gigantesca y recuerda a El Escorial. Pero la vista se va sola hacia el tremendo Chateau Frontenac, que nunca fue castillo y sí es un hotel impresionante cuyo recibidor y bar lo son igualmente. Uno puede bajar al viejo puerto – el barrio de Petit Champlain- y cenar por allí en alguna tasca especializada en galettes que en poco envidian a las normandas, o descubrir el juego de su decoración moderna y brillante sobre las casas tradicionales.

Saliendo del recinto amurallado, se puede admirar el parlamento, enorme reivindicación del poderío y el ascendiente francés con su fachada iluminada con derroche y colmada de filas de estatuas de insignes franco-canadienses, la mayoría de los cuales se las vio con los ingleses por tierra y mar. Tampoco hay que dejar de llegar a los nada bíblicos campos de Abraham, donde los ingleses derrotaron a los franceses poniendo fin a su presencia como potencia colonial y administrativa, pero nunca como cultura predominante. Debió ser de aúpa vivir en las épocas de administración muy británica y recién impuesta sobre ciudadanos muy franceses de toda la vie. Mon dieu, my god. Rediós.


En fin, al menos hoy en día queda el recurso de perderse hacia Montcalm y trasegarse una de las enormes y variadísimas cervezas que sin duda ayudan a aplacar los duros inviernos. Porque dirán lo que quieran, serán muy franceses -más que los de verdad- pero aquello es muy frío. Mucho. Recuerden el audio del argentino recién llegado a Montreal. Pues la nieve en Quebec debe ser igual de jodida pero con un charme especial.












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