Nos cuenta Sujan Singh en su portentoso “Lugares y leyendas: India
del Sur”, que es, sin serlo, la mejor guía de viajes que puede uno encontrar
para esta zona, que el nombre del lugar pasa por deberse a que una de las reencarnaciones
de Vishnu, Parusharama (o Parasurama), lavó su hacha ensangrentada en el río
Malprahba, tiñéndolo y generando la exclamación del gentío “¡Ai hole!” algo así
como “Vaya río”. Será o no cierto, pero exclamaciones sí merece. Otros nombres del lugar son Ayyavole, Ainurvar, Ayyapolal o Ayyapura,
en una más de las complicadas nomenclaturas que enloquecen a Google y al
curioso lector cuando busca un topónimo indio: siempre hay varios y si tu texto
solo usa uno, puede no coincidir con el de otros. Persevera, amigo.
Leemos que Aihole fue la primera capital de la dinastía Chalukya
(ss. VI al IX DC), y que alcanzó su máximo esplendor a finales del VII. Aquí
pueden encontrarse los más antiguos templos hindúes en piedra, constituyendo el
área un verdadero laboratorio en la búsqueda del templo canónico. El mismo
Singh lo califica como “la cuna del templo hindú” y nos informa de que se
estima que Aihole haya albergado en algún momento más templos que viviendas. Percy
Brown lo llama, directamente, “Una de las cunas de la arquitectura de templos”.
La misma idea pero aún más amplia, seguramente porque hay templos jainistas,
budistas y védicos además. Los cercanos Badami y Pattadakkal son otros ejemplos
sobresalientes que ya veremos algún día. Todo se deba a la pujante y rica corte
de la dinastía y a los comerciantes que se enriquecieron bajo su protección,
ofreciendo generosas ayudas para la construcción de estas maravillas. La
muralla también es digna de mención.
La disposición típica de las estructuras más antiguas hace prevalecer
la longitud del templo sobre la altura o anchura, los techos planos, lisos por fuera y ricamente labrados en su
cara interior y esculturas relativamente grandes y escasas más que pequeños
grupos o figuras. Hay hasta 120 templos divididos en 22 grupos pero obviamente
solo algunos caben en un programa apretado. El sitio está muy cuidado, la hierba perfecta, los monumentos limpios, los caminos despejados y lisos... pero te das cuenta de que hay unas cuantas personas limpiando y cortando la hierba, los unos con escobas artesanas hechas con ramajos, y los otros cortando la hierba con pequeñas hoces, en cuclillas. Esto es así, aquí y en toda la India.
Ravalaphadi es uno de los tres templos-cueva de Aihole, y es
probablemente uno de los más primigenios; queda algo retirado. Exhibe un
maravillosa Nataraja (Shiva danzando) que incluye a Ganesha y a Parvati a su
lado. El toro Nandi mira hacia el
interior desde fuera de la cueva, excavada en una roca oscura en su superficie
y de un precioso color cobrizo donde fue tallada. Nos llaman la atención por la
flor de loto, que aparecerá en templos posteriores con asiduidad.
Los otros tres más afamados son Lad Khan, Durga y Meguti.
Meguti es jainista, y también queda fuera del centro, sobre una
colina cercana. Se le considera el más
antiguo, ya que data del primer tercio del s. VII. Parece incompleto a ojos del
profano, la verdad, pero para compensar, puede subirse al techo y contemplar un
panorama nada desdeñable. Un grupo de escolares se agolpa a la entrada, variopintos, ruidosos, alegres y deseosos de posar y de fotografiarnos. Siempre agradable la gente india.
Ladkhan o Lad Khan recibe este nombre, nos cuentan, por un general
que vivió aquí, no por deidad alguna. Es un nombre musulmán, de hecho, nada que
ver con hinduismo. Cosas veredes. El techo tiene tres grandes paneles, de los
cuales dos son Brahma y Vishnu. Las columnas están labradas delicadamente,
parece orfebrería más que escultura. El techo, inclinado y a base de losas,
parece imitar una estructura de paja y madera, algo frecuente (ver Ajanta) en
edificios que son la primera trasposición a piedra de los templos iniciales,
hechos de esos materiales. Parece incluso que este edificio pueda no haber sido
un templo en su origen, ya que la estructura no es la propia sino que ciertos
añadidos lo han convertido en tal. Las celosías que cubren parte del lateral
son muy delicadas, en contraposición a un aspecto más bien tosco de todo el
edificio. Unas cuantas garcetas disfrutan del encharcado césped buscando alimento. Una postal, vaya.
Y Durga, que dejo para el final por ser el más emblemático y refinado.
Los relieves de parejas de amantes de algunas columnas y las esvásticas de
ciertas celosías siempre reciben atención extra y comentarios al uso, pero lo especial de
este templo es su porche y su ábside. Es el
correspondiente perfecto del ábside que puede verse en las cuevas y templos chaityas
budistas, como las ya citadas de Ajanta, pero en un edificio exento. Las columnas, además de
los amantes, presentan figuras femeninas recargadas y elegantes, y las hornacinas
que cubren la cara interior del porche son dioses del olimpo indio y sus
colaterales: Shiva, Vishnú, Garuda, Nandi, Narashima… El interior es bastante
sobrio por contraposición, pero hay una intimidante figura de serpiente enroscada en el
techo que corresponde a una naga, justo bajo el mandapam. La cubierta es de
losas planas y en un lateral hay una piedra circular con labrado en estrías que
parece correspondía a la antigua torre, perdida.
Perdido es como se siente uno allí, presa del síndrome de Stendhal una vez más. Menos mal que la carretera tiene un trecho de tierra y te devuelve a la realidad. Sonreir ensimismado en zonas bacheadas debe ser un signo de algo, pero dudo en el diagnóstico.
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