viernes, 8 de marzo de 2013

TAORMINA



Taormina fue lo primero que vi de Sicilia. Y como primer plato, fue un entrante fuerte. Muy sustancioso.

Viajábamos en autobús, que no podía subir al centro de la ciudad y sus estrechas callecitas, por lo que nos tuvimos que repartir en unos minibuses – navetas- para acceder a la zona central desde la base del promontorio sobre el que está la ciudad. La subida, con unas revueltas que para qué, ya tuvo su miga. Pero cuando llegar arriba del todo y caminas, en primera instancia, hacia el teatro griego, aún no eres realmente consciente de lo que te aguarda. Hasta ahí ha sido un divertido vaivén en unos trastos incómodos.

La entrada al teatro es estupenda, cierto. Lo haces por un lateral, por lo que la orquesta, el proscenio y la escena propiamente dicha quedan a tu derecha. Desde allí ves también la grada que queda a tu izquierda y al frente. Bien. Pero un teatro griego. Habiendo visto algún otro o incluso alguno romano – los puristas me perdonen- tampoco es para tanto. Hasta que te fijas y ves que mucha gente sube la grada hasta arriba del todo y se quedan allí. Y hacen fotos. Allí hay algo que merece la pena, seguro. Y subes, no sin esfuerzo.

Si a medio camino te detienes y te vuelves, pues… ya está. Pero si no cedes a la tentación o a tus pulmones y rodillas, y llegas del tirón arriba del todo, darse la vuelta es un postal que se te queda grabada para siempre. Porque  tras la escena se abre la bahía (de ¿Noxos?) y, si tienes suerte y el día es claro, hacia tierra adentro se asoma el Etna. Según nos contaba gente que sabe, y que hemos ido viendo luego en sucesivos teatros griegos, la escenografía natural, el fondo del escenario paisajístico era del gusto griego clásico. Gracias a ello tienen unas vistas tan espectaculares muchos de ellos, y el de Taormina es uno de los más emblemáticos. Luego, los romanos, esos nuevos ricos del clasicismo, metieron la pared como fondo tal como puede verse en Mérida, pero antes, cuando los griegos marcaban los gustos, la vista alcanzaba el paisaje tras los actores.
Y este era un paisaje impresionante, la verdad. Toma foto y foto. Porque, además de la bahía, la ciudad misma de Taormina se ve desde allí arriba si te asomas desde el escenario o lo rodeas por detrás y alcanzas la balconada que queda justo por debajo. Y hablando de bajar, hay que hacerlo, y conocer la ciudad. Aparte de las muchas historias y visitantes ilustres de los que pueden encontrarse gran cantidad de referencias, el mero paseo por sus calles es precioso por si mismo. Hasta para un paleto desinformado, aquello tiene encanto. Lo de que el tren llegara hasta la orilla opuesta y convirtiera Taormina en la puerta de entrada a toda Sicilia, las celebridades que se alojaron en sus villas (hasta alguna cabeza coronada) y el ambiente tan “cool”, pleno de artistas y famosos no es de extrañar, pero eso no es lo que tú ves. Tú ves unas callecitas preciosas llenas de puestos de fruta que son verdaderos bodegones. ¡Qué limones, inmensos como un balón de rugby y amarillos que deslumbraban; y qué tomates, rojos como no he visto otros; y qué naranjas sanguinas, casi tan rojas como los tomates! 


Y de tiendas de antigüedades (y de “antigüedades”) ahora transmutadas en su mayor parte en tiendas para turista. Pero aún queda alguna en las callejuelas laterales en las que si entras el dueño te muge y resopla, más que darte la bienvenida, y en las que la capa de polvo del género permitiría datarlo, como hacía Sherlock Holmes.
También hay balcones llenos de tiestos rebosantes y maceteros por doquier. Flores, muchas flores. Y sus colores y sus olores. Y, para terminar con los colores, muchos puestos de helados.

Ah, y lo de las guías: palacios, iglesias, jardines. También interesantes, pero menos.

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