Taormina fue lo primero que vi de Sicilia. Y como primer
plato, fue un entrante fuerte. Muy sustancioso.
Viajábamos en autobús, que no podía subir al centro de la
ciudad y sus estrechas callecitas, por lo que nos tuvimos que repartir en unos
minibuses – navetas- para acceder a la
zona central desde la base del promontorio sobre el que está la ciudad. La subida,
con unas revueltas que para qué, ya tuvo su miga. Pero cuando llegar arriba del
todo y caminas, en primera instancia, hacia el teatro griego, aún no eres realmente
consciente de lo que te aguarda. Hasta ahí ha sido un divertido vaivén en unos
trastos incómodos.
La entrada al teatro es estupenda, cierto. Lo haces por un
lateral, por lo que la orquesta, el proscenio y la escena propiamente dicha quedan
a tu derecha. Desde allí ves también la grada que queda a tu izquierda y al
frente. Bien. Pero un teatro griego. Habiendo visto algún otro o incluso alguno
romano – los puristas me perdonen- tampoco es para tanto. Hasta que te fijas y
ves que mucha gente sube la grada hasta arriba del todo y se quedan allí. Y
hacen fotos. Allí hay algo que merece la pena, seguro. Y subes, no sin
esfuerzo.
Si a medio camino te detienes y te vuelves, pues… ya está.
Pero si no cedes a la tentación o a tus pulmones y rodillas, y llegas del tirón
arriba del todo, darse la vuelta es un postal que se te queda grabada para
siempre. Porque tras la escena se abre
la bahía (de ¿Noxos?) y, si tienes suerte y el día es claro, hacia tierra
adentro se asoma el Etna. Según nos contaba gente que sabe, y que hemos ido
viendo luego en sucesivos teatros griegos, la escenografía natural, el fondo
del escenario paisajístico era del gusto griego clásico. Gracias a ello tienen
unas vistas tan espectaculares muchos de ellos, y el de Taormina es uno de los
más emblemáticos. Luego, los romanos, esos nuevos ricos del clasicismo,
metieron la pared como fondo tal como puede verse en Mérida, pero antes, cuando
los griegos marcaban los gustos, la vista alcanzaba el paisaje tras los actores.
Y este era un paisaje impresionante, la verdad. Toma foto y
foto. Porque, además de la bahía, la ciudad misma de Taormina se ve desde allí
arriba si te asomas desde el escenario o lo rodeas por detrás y alcanzas la
balconada que queda justo por debajo. Y hablando de bajar, hay que hacerlo, y
conocer la ciudad. Aparte de las muchas historias y visitantes ilustres de los
que pueden encontrarse gran cantidad de referencias, el mero paseo por sus
calles es precioso por si mismo. Hasta para un paleto desinformado, aquello
tiene encanto. Lo de que el tren llegara hasta la orilla opuesta y convirtiera
Taormina en la puerta de entrada a toda Sicilia, las celebridades que se
alojaron en sus villas (hasta alguna cabeza coronada) y el ambiente tan “cool”,
pleno de artistas y famosos no es de extrañar, pero eso no es lo que tú ves. Tú ves
unas callecitas preciosas llenas de puestos de fruta que son verdaderos
bodegones. ¡Qué limones, inmensos como un balón de rugby y amarillos que
deslumbraban; y qué tomates, rojos como no he visto otros; y qué naranjas
sanguinas, casi tan rojas como los tomates!
Y de tiendas de antigüedades (y de “antigüedades”) ahora transmutadas en su mayor parte en tiendas para turista. Pero aún queda alguna en las callejuelas laterales en las que si entras el dueño te muge y resopla, más que darte la bienvenida, y en las que la capa de polvo del género permitiría datarlo, como hacía Sherlock Holmes.
Y de tiendas de antigüedades (y de “antigüedades”) ahora transmutadas en su mayor parte en tiendas para turista. Pero aún queda alguna en las callejuelas laterales en las que si entras el dueño te muge y resopla, más que darte la bienvenida, y en las que la capa de polvo del género permitiría datarlo, como hacía Sherlock Holmes.
También hay balcones llenos de tiestos rebosantes y
maceteros por doquier. Flores, muchas flores. Y sus colores y sus olores. Y,
para terminar con los colores, muchos puestos de helados.
Ah, y lo de las guías: palacios, iglesias, jardines. También
interesantes, pero menos.
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