martes, 19 de marzo de 2013

HACIA SIWA. ALAMEIN Y MARSA MATRUH


Llegar hasta Siwa tiene su mérito. Vale la pena, aunque es larga. Es larga vayas desde donde vayas porque Siwa está a tomar viento (caliente, del desierto) de cualquier sitio habitado. Más de trescientos kilómetros desde Marsa Matruh al norte y por encima de cuatrocientos desde el oasis de Al Bahriya al oeste. Del sur ni hablamos. El resto del trayecto es, y está, desierto. Desierto del bueno. Pero antes, había que dejar atrás la civilización.

La carretera costera que sale de Alejandría pronto se convirtió en una larguísima fila de urbanizaciones de vacaciones a lo largo de toda la costa, todas ellas con su alminar bien alto y visible y su entrada con arco triunfal. Que se noten tanto la devoción como el poderío. No sé quiénes serán los usuarios, supongo que alejandrinos adinerados, aunque presumo que algún que otro nostálgico occidental debe poder comprarse un apartamento cercano a un escenario histórico; eso sí, dotado con comodidades y sol asegurado a muy buen precio y en una zona aún no masificada. Por poco tiempo me temo.

Cerca de Marsa Matruh, y para abrir boca en semejante viaje, un desvío señala El Alamein. Un paisaje desabrido aquel. Qué lugar tan poco apetecible. Algo más allá pueden visitarse los cementerios de la batalla. Uno de la Commonwealth, con la gente del Octavo Ejército de Montgomery, las ratas del desierto; otro con los muertos de los Cuerpos de Infantería italiana, en forma de torre; y la tercera, como un gran castillo octogonal, de los alemanes del Afrika Korps. La entrada del de la Commonwealth está cruzada por una fosa anti tanque que aún perdura. Larga, se pierde la vista a uno y otro lado. Los escépticos me decían que aquello no podía ser un foso anti-tanque. Menos mal que otro aficionado a los vestigios vino a ayudarme. “De libro, ¿eh?” dijo. Y lo era. Parte de ella estaba cavada en pura roca. Lo que debió costar hacerla.
Del cementerio de británicos, neozelandeses y australianos, decir que para quienes hayan estado en Normandía, la imagen es familiar, salvo que los verdes camposantos atlánticos con sus largas filas de estelas blancas dejan aquí sitio a lápidas parecidas pero separadas por arena y tierra, dando a todo el tono ocre y polvoriento del lugar, por más que los encargados de cuidarlo se esfuercen en tener algún que otro arriate que dé una pizca de otro color al sitio. Bueno, ese fue “su” terreno. Nombre, grado, fechas y símbolo religioso. Cruces, estrellas de David, incluso alguna media luna y muchas sin ninguna adscripción religiosa y el nombre más repetido entre los soldados caídos: Unknown.

Marsa Matruh es una ciudad desangelada con carros tirados por burros, callejuelas feúchas que vienen a dar a la avenida principal que es en realidad la carretera, y cuyos bordillos, pintados alternativamente en blanco y azulón quieren también, inútilmente, darle otro aire que el ceniciento del polvo y la arena. La entrada tiene un bulevar central con filas de adelfas y unas farolas recargadísimas – así como victorianas- que me parecieron fuera de lugar, y más combinadas como estaban con otras farolas de las de autopista pintadas del mismo azul que los bordillos. Aquí y allá, pequeños grupitos de dromedarios muy oscuros pastando en zonas que, inexplicablemente, tenían una hierbecita rala. Habría agua por allí, digo yo.

Todo tenía un aspecto como a medio hacer, con escombro aquí y allá, las casas hechas con bloques blanquecinos, más claros que el cemento y por supuesto raramente pintadas o enfoscadas. Como alternativas, algo de adobe viejo, claramente ya en desuso, o ladrillo. Piedra, menos. Ropa tendida de esa que presenta un tono amoratado general, rejas oxidadas y grupos de hombres sentados en las escasísimas sombras, viendo pasar el no menos escaso tráfico. Un sitio mortecino.

Desde la ciudad de Marsa Matruh, entonces tan esencial para el aprovisionamiento de tropas y que me resultó tan insulsa, giramos hacia el sur, adentrándonos en el desierto. Cruzamos una vía cuya rectitud se pierde a lo lejos (¿será también de cuando la guerra?) por la que circula un tren con vagones de plataforma. Unos kilómetros – pocos- más allá la carretera comienza a dejar de serlo para convertirse casi definitivamente en pista muy poco más adelante. Cada cruce con uno de los decididos camiones mercedes de color naranja que vienen cargados de grava parece un juego de “a ver quién se aparta antes”. Seguido además del no menos estimulante del “a ver quién ve algo” entre la monumental polvareda. Nuestro conductor no parece novato y mantiene la posición sin pestañear. Nosotros sí pestañeamos, y blanqueamos los nudillos, de hecho. Tragar, poco, todo está seco. Menos mal que la carretera es recta como una regla y que nadie circula justo detrás de otro porque moriría bajo (no, bajo, no; dentro) del polvazo. Pero no ver nada durante unos larguísimos segundos mientras el marcador señala más de cien por hora tiene su miga. Siempre consuela saber que el otro se ha llevado lo suyo también.


Al principio, un verdadero erial, feo y medio habitado, se ve salpicado de cuando en cuando por unas naves semicilíndricas a cuyos alrededores pacen (pero, si no se ve más que una pelusilla verde) rebaños de ovejas negruzcas y algún que otro dromedario. Hay unas pequeñas matitas aquí y allá que evidentemente no deben ser comestibles porque si no… ya no estarían allí. Algunas casitas en grupos de cuatro o cinco aparecen también en lontananza, así como torres de alta tensión.

Por fin, llega un momento en que ni eso, y salvo la pista/carretera y algún que otro control policial, no se ve animal o persona alguna. Y el tráfico casi cesa. Tres horas después de dejar Marsa Matruh, y dos en medio de la nada llegas a Siwa. La nada es la nada. Un desierto sin dunas ni altura alguna. Puro llano, más pedregoso que arenoso, removido aquí y allá en la cercanía de la carretera sin que pueda saber para qué. El resto, un horizonte ocre, lejano y plano. Que me place. Los pensamientos vuelan. Buen trayecto, pero será mejor el de vuelta.

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