Uno
de los platos fuertes de un viaje siguiendo los pasos de Alejandro en Egipto es
Siwa. En concreto, el oráculo de Amón.
Pero
la llegada a la ciudad, si te hacen pasar por el centro al atardecer, tiene un
aire nada alejandrino, ni tampoco amónico y mucho menos cuaternario. Tira al
terciario más bien.
La
fortaleza medieval, vista desde fuera (y luego desde dentro) es fantasmagórica,
pero en la primera impresión es un tanto decepcionante, toda ella roída y
desdentada, sirva el juego de palabras. Es una especie de “skyline” de muros
medio derruidos, apuntalados aquí y allá, incrustados por algunos agujeros que
fueron ventanas, puertas o terrazas. Supongo que la poca luz y el cansancio
influían.
La
plaza desde la que se puede entrar en la ciudadela, merece más la atención a
primera vista. Es cuadrangular y tiene una zona central casi despejada excepto
por unos pocos árboles raquíticos. A su alrededor, a la caída de la tarde, concita
casi toda la vida que el lugar puede ofrecer. Hay más tiendas para turistas que
artesanos de verdad, pero eso era de esperar; en las callejas inmediatas y en
los extremos, la cosa es más como uno cree que serán estos sitios a tenor de lo
que dicen las guías. Pero sí, hay aún cafetines de narguila, tiendecitas
minúsculas con productos a granel, tabaco, fruta, dátiles…
Sin
embargo, a la tarde al menos, lo que llama la atención son los numerosos todoterrenos
allí aparcados y que se ofrecen en alquiler para dar una vuelta por el desierto
al día siguiente. Con conductor, ojo. Conductores que tienen más aspecto de
dominar un camello que un turbodiésel, pero así están las cosas. El
romanticismo pasó ya. El aspecto es de camellero pero como veríamos más
adelante, sacan aquellos bichos de cualquier sitio; o, mejor dicho, no los
meten por donde no se debe. Allí pueden apalabrarse para las excursiones pero
es además el taller de pequeños –o no tan pequeños, a juzgar por la mucha grasa
de la acera- ajustes, intercambio ruedas, piezas, bidones. Allí también hay un
considerable ruido de conversaciones, así que, como tantas plazas centrales, es
igualmente el lugar del cambio de impresiones y hasta de clientes sin que estos
se enteren de la misa la media probablemente.
En
cuanto a los vehículos, todos ellos eran, sin excepción, japoneses veteranos (casi
todos Toyotas) de más de diez años, largos, grandes, de poco plástico, menos
llantas de aluminio y ningún navegador; y sí en cambio de mucha baca con más de
una rueda de repuesto y bidones; y sólidos
parachoques de buen acero. Trasporte recio y serio para el desierto, nada de “parisdakares”.
Los probaremos.
Caída
la noche, y tomada posesión de la habitación del hotel, los paseantes suelen
internarse por la ciudadela, que ahora es más impresionante que antes lo era
lúgubre gracias a un alumbrado espectacular. La cosa cambia, verdad sea dicha. Es
un bonito paseo culminado, eso sí, con una experiencia religiosa en forma de
cerveza. La cerveza peor servida de mi vida, y es mucho decir, que llevo varias
trasegadas. Hice hasta una foto para no olvidarla, cosa innecesaria porque es
difícil hacerlo. Mal comienzo: cerveza sin alcohol. En Egipto hay alcohol allí
donde hay guiris, pero no en Siwa. O nosotros no la encontramos. Sea, venga esa
cerveza sin alcohol. Lo cierto es que el camarero no debía haber servido muchas
porque la trajo del tiempo. Del tiempo de allí; como un caldo, vaya. De la
prestigiosa marca Birell, nunca más vista a Dios gracias. Creo que era checa.
El vaso era de esos que tienen unas florecitas decorando. Digno del Cuéntame.
De aquellos, sí. Y, en el paroxismo final, el camarero tuvo la atención de
regresar y, al tiempo que nos ofrecía un hielo que rechazamos entre condescendientes
y consternados, depositó sendas pajitas de plástico en nuestros vasos. Un
cuadro en vez de una caña, ea.
Al
día siguiente veríamos muchas cosas, pero terminar el largo viaje hasta allí
con aquella cerveza…