domingo, 24 de septiembre de 2017

SUZDAL. PAULUS, CAMPANAS, FRESCOS, MONASTERIOS, KREMLIN Y CHOCOLATE



A 250 kilómetros de Moscú, y pasado Vladimir, se llega a esta pequeña ciudad. En su día fue muy importante, y capital de un Principado hasta quedar bajo el dominio de Moscú.



La plaza porticada donde se disponen las tiendas es enorme y sosa. Al fondo, la iglesia de la Resurrección está sola e imponente. En cambio, los pórticos, típicos de la zona, albergan distintos comercios que son un perfecto retrato del cambio. Interesantísimo recorrerlos. Restaurantes muy afrancesados y con un toque chic, comparten pared con tiendas totalmente soviéticas. En unos, la decoración pretende conjuntar un comedor provenzal con una agradable dacha; en las otras, los escaparates parecen salidos de un museo o de la versión rusa del “Cuéntame”. Fundas de ganchillo, batas guateadas, cojines de enormes flores y vestidos de película de la Segunda Guerra Mundial. Y mientras otros locales están cerrados a cal y canto, señal de la poca vida que por ahora tiene aquello, otros están en obras o acaban de abrir, y son perfectamente equivalentes a los de cualquier centro comercial occidental. Todo se mueve.

 

Hablando de Segunda Guerra Mundial, el Monasterio de San Eufemio Redentor formó parte del sistema Gulag. Nos dicen que hubo aquí un buen número de prisioneros italianos, y que, de hecho, hay muchas tumbas (unas 600 nos dicen, no las vimos) y un pequeño monumento. Quien estuvo aquí una temporada fue Friedrich (sin Von) Paulus, el mariscal que perdió con su Sexto Ejército en Stalingrado. Era general, pero cuando ya fue evidente que ni Goering con su Luftwaffe ni Von Kleist con sus panzer podrían salvarlos, Hitler lo nombró mariscal. No era una distinción. “Ningún mariscal alemán ha caído nunca prisionero” era el mensaje. Pero no se suicidó. Y de hecho, después de su cautiverio vivió en la República Democrática Alemana, con un cierto activismo. La guía nos explicó que en un grupo que visitaba los maravillosos frescos de la capilla, que en su día fue celda, un anciano alemán les contaba a sus compañeros cómo vivían allí los prisioneros: él lo había sido.




Hoy es una visita preciosa, con un campanero que nos deleitó tocando a las doce en punto desde un clavijero con el que manejaba con pies y manos no menos de 15 campanas. Los frescos, que Paulus y sus compañeros no debieron apreciar tanto como nosotros, son tremendos. Allí dentro, tres monjes cantan a capella para los visitantes y venden sus grabaciones. Una sonoridad excelente les ayuda mucho. Fuera, un jardín a base de plantas aromáticas y medicinales relaja y contrasta con las inmensas murallas que rodean el monasterio y que sin duda fue razón de su uso penitenciario. Como para saltárselas.

La iglesia de Boris y Gleb tiene un valor más histórico que monumental. Queda poco de lo original gracias a los mongoles, pero las bases de los muros corresponden a la época dorada de la zona. Aún tiene frescos del XII, algunos paños del muro de caliza de la iglesia primitiva y un “ónfalos”, piedra circular, achatada, desde la que el oficiante llevaba a cabo ciertas partes del rito. Bueno, y una cruz labrada en la piedra con una cara asomando por una especie de ojal que aparentemente es nada menos que Adán. Cosa extraña, Rusia.


El Kremlin, famoso, y con unas cúpulas azules que quitan el hipo, es otra de las visitas obligadas. La Iglesia de la Natividad de la Virgen tiene unas puertas de latón labrado y una imagen de Cristo en mica que no hay que perderse. Tampoco los radiadores, descomunales y abundantes, ni el suelo de piezas de hierro bajo las cuales había (o hay) un sistema de calefacción a base de tubos de agua caliente. No es para menos. A la salida, hay restaurantitos de caza al turista y no debe dejarse de lado el talud, el terraplén medieval que hace de muralla pobre, pero que permite buenas vistas del conjunto.

El museo de construcción en madera es un complejo muy curioso en el que han reunido varios edificios hechos entera y únicamente en madera – ni un clavo, nos aseguran-, procedentes de la zona. Hay iglesias, molinos, viviendas, tiendas, almacenes… es una visita muy entretenida, siempre que no coincidas con una horda de chinos. Para descansar, recomiendo hacerlo a la sombra de los abedules que hay en el jardín, algunos son dobles, dan suerte, o triples, mucha suerte. Elegimos uno triple. Y no hay que perderse los ventanales de algunas casas: madera labrada, visillo de ganchillo blanco, flores coloridas… un cuadro. A la salida encontraréis un mercadillo. Además de los profesionales, que ofrecen lo que en todas partes, encontraréis alguna mujer vestida de campesina rusa que ofrece hortalizas y las transporta en un cochecito de niño. De foto.

 
 



Además de probar el chocolate, del que en la zona había fábricas históricas y al parecer, famosas, sugiero subirse a la torre del campanario de la Iglesia de la Deposición del Manto de la Virgen (Jesús, qué nombres tienen). Cuesta subir, la escalera está descuidada (pero mucho), las palomas son encantadoras y su digestivo funciona, pero arriba hay premio. Puede contemplarse toda la ciudad, el río y un sinnúmero de cúpulas. De verdad, imposible contarlas.




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