A 250 kilómetros de Moscú, y pasado Vladimir, se llega a esta pequeña
ciudad. En su día fue muy importante, y capital de un Principado hasta quedar
bajo el dominio de Moscú.
La plaza porticada donde se disponen las tiendas es enorme y sosa. Al
fondo, la iglesia de la Resurrección está sola e imponente. En cambio, los
pórticos, típicos de la zona, albergan distintos comercios que son un perfecto
retrato del cambio. Interesantísimo recorrerlos. Restaurantes muy afrancesados y
con un toque chic, comparten pared con tiendas totalmente soviéticas. En unos,
la decoración pretende conjuntar un comedor provenzal con una agradable dacha;
en las otras, los escaparates parecen salidos de un museo o de la versión rusa
del “Cuéntame”. Fundas de ganchillo, batas guateadas, cojines de enormes flores
y vestidos de película de la Segunda Guerra Mundial. Y mientras otros locales
están cerrados a cal y canto, señal de la poca vida que por ahora tiene aquello,
otros están en obras o acaban de abrir, y son perfectamente equivalentes a los
de cualquier centro comercial occidental. Todo se mueve.
Hablando de Segunda Guerra Mundial, el Monasterio de San Eufemio Redentor
formó parte del sistema Gulag. Nos dicen que hubo aquí un buen número de prisioneros
italianos, y que, de hecho, hay muchas tumbas (unas 600 nos dicen, no las
vimos) y un pequeño monumento. Quien estuvo aquí una temporada fue Friedrich
(sin Von) Paulus, el mariscal que perdió con su Sexto Ejército en Stalingrado. Era
general, pero cuando ya fue evidente que ni Goering con su Luftwaffe ni Von
Kleist con sus panzer podrían salvarlos, Hitler lo nombró mariscal. No era una
distinción. “Ningún mariscal alemán ha caído nunca prisionero” era el mensaje.
Pero no se suicidó. Y de hecho, después de su cautiverio vivió en la República
Democrática Alemana, con un cierto activismo. La guía nos explicó que en un
grupo que visitaba los maravillosos frescos de la capilla, que en su día fue
celda, un anciano alemán les contaba a sus compañeros cómo vivían allí los
prisioneros: él lo había sido.
Hoy es una visita preciosa, con un campanero que nos deleitó tocando a las doce
en punto desde un clavijero con el que manejaba con pies y manos no menos de 15
campanas. Los frescos, que Paulus y sus compañeros no debieron apreciar tanto
como nosotros, son tremendos. Allí dentro, tres monjes cantan a capella para
los visitantes y venden sus grabaciones. Una sonoridad excelente les ayuda
mucho. Fuera, un jardín a base de plantas aromáticas y medicinales relaja y
contrasta con las inmensas murallas que rodean el monasterio y que sin duda fue
razón de su uso penitenciario. Como para saltárselas.
La iglesia de Boris y Gleb tiene un valor más histórico que monumental.
Queda poco de lo original gracias a los mongoles, pero las bases de los muros
corresponden a la época dorada de la zona. Aún tiene frescos del XII, algunos
paños del muro de caliza de la iglesia primitiva y un “ónfalos”, piedra
circular, achatada, desde la que el oficiante llevaba a cabo ciertas partes del
rito. Bueno, y una cruz labrada en la piedra con una cara asomando por una especie
de ojal que aparentemente es nada menos que Adán. Cosa extraña, Rusia.
El Kremlin, famoso, y con unas cúpulas azules que quitan el hipo, es otra
de las visitas obligadas. La Iglesia de la Natividad de la Virgen tiene unas
puertas de latón labrado y una imagen de Cristo en mica que no hay que
perderse. Tampoco los radiadores, descomunales y abundantes, ni el suelo de
piezas de hierro bajo las cuales había (o hay) un sistema de calefacción a base
de tubos de agua caliente. No es para menos. A la salida, hay restaurantitos de
caza al turista y no debe dejarse de lado el talud, el terraplén medieval que
hace de muralla pobre, pero que permite buenas vistas del conjunto.
El museo de construcción en madera es un complejo muy curioso en el que han
reunido varios edificios hechos entera y únicamente en madera – ni un clavo,
nos aseguran-, procedentes de la zona. Hay iglesias, molinos, viviendas,
tiendas, almacenes… es una visita muy entretenida, siempre que no coincidas con
una horda de chinos. Para descansar, recomiendo hacerlo a la sombra de los abedules
que hay en el jardín, algunos son dobles, dan suerte, o triples, mucha suerte.
Elegimos uno triple. Y no hay que perderse los ventanales de algunas casas:
madera labrada, visillo de ganchillo blanco, flores coloridas… un cuadro. A la
salida encontraréis un mercadillo. Además de los profesionales, que ofrecen lo
que en todas partes, encontraréis alguna mujer vestida de campesina rusa que
ofrece hortalizas y las transporta en un cochecito de niño. De foto.
Además de probar el chocolate, del que en la zona había fábricas históricas
y al parecer, famosas, sugiero subirse a la torre del campanario de la Iglesia
de la Deposición del Manto de la Virgen (Jesús, qué nombres tienen). Cuesta subir,
la escalera está descuidada (pero mucho), las palomas son encantadoras y su
digestivo funciona, pero arriba hay premio. Puede contemplarse toda la ciudad,
el río y un sinnúmero de cúpulas. De verdad, imposible contarlas.