Ir a Birmania implica visitar Bagan, entre otras cosas (véase el final). Lo de llamarla “la ciudad de los
cuatro millones de pagodas” es una hipérbole, obviamente. Pero hay muchísimas,
dicen que más de cinco mil. Tampoco sé si es cierto, pero sí que es un inmenso
llano jalonado por estupas, la mayoría de ladrillo rojo con doradas agujas
apuntando al cielo. Solo algunas, como la de Ananda, son blancas. Probablemente
la más famosa es la de Shwezigon, dorada y a la que se atribuye el privilegio
de alojar una clavícula y un diente de Buda. Como en tantas ocasiones, si se
juntaran todas las reliquias atribuidas al santo hombre, daría como para
reconstruirlo varias veces.
Contemplar la puesta de sol desde una de estas estupas o pagodas completas
forma parte del “qué hacer” en Bagán. En todo el mundo, las puestas de sol son
una oferta turística masiva que las desvirtúa y encanalla. Admirar una puesta
de sol es una cosa, y si es en medio de un bosque de estupas, desde una
pirámide maya, junto al oasis de Siwa o asomado a las terrazas de Santorini,
mejor, pero de ahí a compartirlo – y discutirlo, y casi pelearlo- con cientos
de otros ansiosos, la cosa pierde todo el encanto. Lo que no pierdes, a poco
que tengas algún resto de sensibilidad, es la sensación de que no es eso, no es
eso a lo que venías.
Lo cierto es que desde lo alto de las mayores pagodas de Bagán, la vista se
pierde en la lejanía, la puesta de sol, es, pese a la nutrida vecindad,
verdaderamente extraordinaria, y no puedes contar cuántas estupas asoman por
encima de los bosquecillos. Si además prestas algo más de atención, puedes ver que
las polvaredas entre los árboles resultan ser los rebaños de vacas y los carros
de bueyes de vuelta al pueblo; es la hora de acabar la jornada.
Pero no basta. Siempre queremos más. Y la oportunidad de ver aquello desde
el aire, en un globo, era demasiado tentadora como para no aprovecharla. El
madrugón es épico, pero te despiertas rápidamente cuando hace su aparición un pequeño
y anciano autobús británico de principios de los 50 para recogerte. El morro
chato, el motor junto al conductor, un enorme radiador, faros redondos, los
asientos de madera, el volante debería ser de baquelita (al menos está a la derecha,
obviamente), pero Mitsubishi parece haber proporcionado un sustituto al
original, una palanca de cambios larguísima y vibrante, decenas de ventanillas
abatibles, cromados, gruesos repintados, algo de óxido, rojo carruaje combinado
con blanco crema, y un sonido de motor cascado. Precioso.
Es de noche aún. El recorrido me recuerda al libro de Emma Larkin “Historias
secretas de Birmania” y su visita a Katha buscando restos del paso de Orwell.
Katha es la verdadera Kyauktada de “Los días de Birmania”, la primera novela
del británico, basada en su experiencia como policía colonial. Es la vida real,
lo puestos de los mercados están preparándose para cuando salga el sol, las
esteras sacudiéndose, los fuegos reactivándose, algunas motos y furgonetas poniéndose
en marcha… Un nuevo día comienza.
Llegamos al fin al punto de partida. Una explanada flanqueada por árboles y
en la que a prudente distancia unos de otros, hay unos cuantos globos sobre el
suelo, con las barquillas tumbadas de lado. Buscan quien pueda traducir las
instrucciones al español –me toca-, y nos dan una breve charla de cinco minutos
sobre las limitaciones para tomar parte –aparentemente, todos cumplimos- cómo
comportarse para subir, navegar y, sobre todo, aterrizar, el momento
verdaderamente delicado. Traduzco. Los quemadores se ponen en marcha mientras
nos reparten un café caliente. Se agradece. Y acercarse al enorme Bunsen,
también. El ruido es intimidatorio, transmite una tremenda sensación de fuerza.
Y emite una llama que asusta. En quince minutos, los globos están verticales,
como las cestas, que han sido amarradas a los distintos autobuses que nos han
llevado hasta allí y a algún tractor, menos pintoresco.
Nos dan la orden de abordaje (siempre he querido decir esto) y nos encaramamos
por las ranuras de la barquilla, situándonos en los alveolos que tiene la cesta
para el pasaje. Cuatro por cuadrante más el piloto, un inglés llamado John,
locuaz y simpático. Alguno tiene problemas al subir, aquello es estrecho. Risas
nerviosas, miradas hacia los otros globos, llamaradas intermitentes y mucha
expectación. La tripulación de tierra nos despide al fin y, por estricto
orden, los globos parten uno tras otro.
El ruido del quemador ya es rutina y no se percibe como sensación relevante.
El despegue es suave, ni una sacudida, nada. Solo notas que los árboles van
quedando a la altura de tus ojos primero, y abajo después. Pero es que entonces
puedes alargar la mirada más allá de aquellos. Y es fascinante.
Una densa bruma lo cubre casi todo, mezcla de humo que no consigue
remontar, procedente de las innumerables hogueras esparcidas en cada casa y
algo de niebla matutina, ya que hace frío pero hay una alta humedad.
Entremedias asoman los árboles más altos y las puntas de las estupas más
próximas. La escuadrilla de globos (unos veinte) a distintas alturas, pero aún
bastante bajos todos, empieza a recibir una tenue luz. El sol ya comienza a
lucir.
Los clics de las cámaras no cesan. Algunos globos se acercan demasiado a
otros, a juicio de una pasajera. El piloto se ríe cuando se lo traduzco. “Oh,
bueno, tenemos un seguro, ¿sabes?” Bondad graciosa, es una respuesta verdaderamente
británica. Qué grande el tipo. Nos miramos, pícaros, cuando le cuento su respuesta
a la compañera inquieta, que rebufa.
Las fumatas suben hasta cierta altura y allí el humo se hace horizontal.
Nosotros, poco a poco, superamos esa cota y vislumbramos más allá aún. Cada vez
vemos más templos en la lejanía. Los globos se espacian poco a poco. El sol
cobra más fuerza. Comienzan las fotos en la propia barquilla. Otras se fijan en
la formación, unos globos son amarillos, otros verdes, otros rojos. El cielo ha
pasado de gris a cobre y dorado, pero estos comienzan a ceder ante el azul. No
se sabe a qué atender. Uno llega a bloquearse.
Salimos de zona habitada, lo cual nos proporciona al fin la vista diáfana
del suelo, sus campos, sus casas, los animales, y los templos. El río Irawady
también se nos hace visible. Sobrevolamos algunos de los templos principales, alguno
destaca al ser todo blanco, con su enorme cúpula dorada rodeada por otras
cuatro rojas. Pero es que todo está tachonado de estupas, templos y pagodas de
distintos tamaños, casi todos de ladrillo, pero con algunos destellos dorados y
blancos que atraen la vista sin remedio. Es abrumador.
Llega un punto en el que comienza a repetirse un tanto el escenario, y
aunque impresionante, la novedad ha pasado. Finalmente, pasamos sobre nuestro
hotel. Es la señal de que vamos a aterrizar. Se guardan las cámaras, se encoge
uno, se agarra y se prepara para un posible impacto. Pero es poca cosa. Hasta en
eso tenemos suerte.
Y la traca final vale también la pena. El “desayuno del globero” es algo
que aprendimos en otro vuelo, frustrado, pero que parece ser internacional. Aquel tuvo
ibéricos extremeños y este champán, croissants y fruta con chocolate. Este tuvo,
además, la satisfacción de un vuelo excelente, y de un regreso en el viejo autobús,
a plena luz, levantando polvo entre las pagodas. Solo faltó que me hubieran
dejado conducirlo.