No, no he estado en Socotra. Ya
quisiera yo. He vuelto a leer a Jordi Esteva
y, aunque no es lo mismo, de momento (y seguramente por mucho tiempo
dada la situación de guerra e inseguridad) me consuela y me sirve para al menos
“querer ir”. Inshalá.
Después de leer Los árabes del mar (ver), creí que sería
difícil que superase la impresión que este autor me causó. Pero Socotra es
igual de magnífico, ahora dejando los largos viajes e internándose, a golpe de
caminos de cabras, en tierras que uno asocia de nuevo a antigüedad y aventura. A grandes nombres y culturas, como Alejandro
Magno, Vasco de Gama, Simbad, los romanos, los griegos, pero también a zonas
apartadas de toda influencia, a pastores medievales y a árboles míticos:
incienso, mirra, draco... Portentoso.
Narra Jordi Esteva las difíciles
circunstancias para llegar hasta allí desde Saná primero y Adén “el pozo de
Rimbaud” después, comparando el cosmopolitismo y el provincianismo respectivos.
Y su llegada a la isla en un extraño vuelo. Eso tras revelarnos el porqué del
aprecio de los musulmanes por los gatos
(Muezza, la gata de Mahoma es una de las razones) y las arañas. Siempre
nos descubre cosas interesantes además de sitios. Hasta menciona también a
Bastet y Sejmet las diosas representantes de las versiones pacífica y agresiva
del alma felina de los egipcios.
Son muchos los mitos asociados a
Socotra que nos presenta, desde los del Reino de Saba (de donde parece proceder
el idioma), a los egipcios, que la conocían por su incienso y mirra, utilizados
en las momificaciones; no olvida a los romanos o a los griegos, con el Ave
Fénix, Heródoto o el mismísimo Urano entre las citas. Y un templo a Zeus en la
orilla. Pero se va más lejos y nos trae
a colación a Gilgamesh, o a la mítica ave Roc, la que se llevaba a los
elefantes para alimentar a sus crías. ¿Sería un Pterodáctilo? Y la conquista
portuguesa también tiene su espacio en el relato, así como los sultanes, los
navegantes del este africano o los británicos. Pero, sobretodo, Socotra es la
isla de los genios, así titula su libro, y se debe a los innumerables genios o djinns (yins) y las leyendas. Sorprendentemente,
le cuesta lo suyo que los lugareños le cuenten historias de las que quiere oír,
pero alguna hay, y muy meritoria.
Nos habla también de los dracos
(la sangre roja del dragón), que allí forman bosques enteros que en las fotos y
en los documentales del propio autor son espeluznantes y raros como pocas
cosas. Como lo son otros muchos integrantes de la flora socotrí, los árboles
del incienso, de la mirra y otras rarezas botánicas. El autor nos describe la
exuberancia y cantidad de estos árboles que, en otros sitios, ha visto en
versiones raquíticas y escasas y que aquí abundan en número y calidad. Para
rarezas, hasta la miel de incienso, curiosidad alimentaria que no debe abundar.
El caso es que a pesar de las
preciosidades que encuentra en la costa: los herreros negros que le recuerdan a
la fragua de Vulcano; un tanque T34 ruso enterrado en la playa en una de las
fotos, cosa más rara; o los pescadores y
sus singulares formas de vivir, sigue sin encontrar quien le de razón
suficiente de los yins, del ave Roc o de otras muchas leyendas y decide
internarse hasta las montañas en forma de dedos que aterrorizaban entre la
bruma a los antiguos marinos. Y ese es el viaje.
Cargan los camellos (y nos
detallan cómo) y parten tierra adentro por angostos y revirados senderos que
les van subiendo por lugares que, en la descripción escrita, son misteriosos,
pero que no pierden un ápice de ese misterio en las pocas imágenes que pueden
verse, tanto en las fotos del libro como en los fragmentos de video vistos en
la red. Tengo que conseguir ver esa película como sea, porque además la
productora es también una evocación: Siwa Productions. Ah, Siwa (ver). De los camellos nos habla en
varios episodios, tanto en relación al respeto con que se les debe sacrificar
en caso preciso, o al uso de su sangre en ritos oscuros, como a no fiarse de
ellos o el hecho de que los camellos conocen el centésimo nombre de Alá. Qué
mezcla tan fabulosa de ideas nos ofrece.
Hacia el final del camino, cerca
ya de las cimas, recibe al fin alguna señal y relato de viejas leyendas, bien
distintas a las que buscaba (ni idea del ave Roc por más que preguntase). Y
también una reflexión muy personal y muy bella de las razones para hacer estos
viajes. Qué envidia sana. Al menos, los comparte, por escrito y, en esta
ocasión, en imágenes, que además lucen en blanco y negro aún más espectaculares
y expresivas. Y son no solo los paisajes,
o los árboles o los animales, sino, muy especialmente, los rostros de los
pastores y acompañantes del viajero. Caras antiguas, cinceladas, afinadas,
fuertes, que parecen más del álbum de un etnólogo que de un viajero, por
curioso y discente que sea.
Otra vez gracias Jordi.
PS: por alguna razón que no puedo explicar, asocio la lectura de este libro y la visión de las imágenes accesibles en la red a la BSO de la película Ex-Machina, por Ben Salisbury y Geoff Barrow.
PS: por alguna razón que no puedo explicar, asocio la lectura de este libro y la visión de las imágenes accesibles en la red a la BSO de la película Ex-Machina, por Ben Salisbury y Geoff Barrow.
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