Si habéis estado en Estambul conocéis la mezquita de
Suleimán que fue hecha por el muy importante arquitecto Sinan en mil quinientos
cincuenta y siete. Monumento universal, Patrimonio de la Humanidad, ejemplo de
armonía, proporciones perfectas, con todo bien pensado, bien hecho. Magnífica.
Bien pues, según parece, la Selimiye Camii de Edirne, (la
mezquita de Selim II) que es como creo que se dice en turco, es mejor porque Sinan
se sirvió de la experiencia adquirida en la mezquita de Estambul como ensayo para,
en esta nueva obra, mejorar lo que se pudiera. Y… ¿se puede? me diréis. Pues no
soy quién para decirlo. Ambas son extraordinarias. Lo cierto es que esta es más
señera, porque no está rodeada de tantas maravillas como la de Suleimán en
Estambul. Destaca más; y tiene los minaretes más altos de Turquía, sobre eso sí
que parece no haber duda.
Ya desde lejos la mezquita es espectacular. Los minaretes son
extremadamente altos, sí, y además, bellísimos. La entrada al patio de las
abluciones es en sí misma un monumento, como lo es la fuente. Y la entrada al
templo propiamente dicho. Y el interior. La cúpula, la altura y esbeltez en
todo, el mihrab, la alquibla, las
celosías, los púlpitos, las lámparas colgantes y las de pie, las alfombras, los
arcos, las columnas, las ventanas, el vidrio, las inscripciones, los múltiples
tonos del dorado y del rojo, con el anillo azul intensísimo de la cúpula, todo
es soberbio. Yo no sé a ciencia cierta si las torres de Edirne son más altas,
la cúpula más grande, los mosaicos más ricos, los adornos más bonitos, las
lámparas más grandes o la estructura más fuerte, pero es una verdadera
experiencia religiosa.
Tanto que, en un momento dado me senté cerca del centro y me quedé quieto y en silencio. Abrumado. Los turistas, no demasiados, y los que asistían a rezar o a pasar un rato allí son otro espectáculo. Había niños jugando, discretamente, sin alboroto, pero correteando y quebrándose en una especie de pilla-pilla. Grupos de hombres charlaban suavemente. Otros rezaban. Casi todos nos miraban con la misma curiosidad que nosotros a ellos. En cuanto al turista, estábamos todos con las cervicales rotas de tanto mirar hacia arriba, cosa que los lugareños no hacen prácticamente. Ya lo tienen visto.
Tanto que, en un momento dado me senté cerca del centro y me quedé quieto y en silencio. Abrumado. Los turistas, no demasiados, y los que asistían a rezar o a pasar un rato allí son otro espectáculo. Había niños jugando, discretamente, sin alboroto, pero correteando y quebrándose en una especie de pilla-pilla. Grupos de hombres charlaban suavemente. Otros rezaban. Casi todos nos miraban con la misma curiosidad que nosotros a ellos. En cuanto al turista, estábamos todos con las cervicales rotas de tanto mirar hacia arriba, cosa que los lugareños no hacen prácticamente. Ya lo tienen visto.
Ahora no podría encontrar aquel restaurante “especial” donde
nos repusimos. Era un antiguo hammam. Una portada nada atractiva lleva a una
maravillosa sala octogonal con una cúpula y lucernario. Un suelo acristalado
permite ver los restos de unos baños que probablemente fuesen romanos y que
fueron sustituidos por baños turcos. Fresco, limpio y agradable. La comida,
turca de verdad, fue excelente. ¡Pero no había cerveza!