Amanecemos en Rangún (Yangon) en nuestro
último día en Birmania. El programa contiene para hoy uno de los platos fuertes
de cualquier viaje a estas tierras: la fabulosa pagoda de Shwedagon.
Lo cierto es que tras diez días recorriendo
el país tenemos ya un cierto hartazgo y podemos contar por miles - y no es una forma de hablar- las pagodas y
los budas vistos (ya hablaremos de Bagán y de la cueva de Shwe Oo Min), así que
nos mostramos un tanto escépticos, pero pronto se nos pasará.
Ayer por la tarde, sin tiempo para visitarla
por dentro, acudimos a la puerta oeste para ver desde allí la puñetera puesta
de sol. En Birmania, cualquier sitio es
pretendidamente especial para ver al sol caer, y esta sobreexplotación
del artículo “ver la puesta de sol en…” llega al ridículo en mas de un caso.
Aquí la excusa es poder ver los brillos ocres del crepúsculo sobre la dorada
estupa. Vale, se acepta. Pero ocurrió que, como en tantas visitas, la estupa
está, precisamente coincidiendo con la nuestra, en obras, reparación,
mantenimiento… yo qué sé. El caso es que está casi completamente cubierta:
hasta la mitad por unas esterillas a las que muy consideradamente han pintado
de dorado; ya casi hasta la punta, por un andamiaje a base de bambú. Lo único
visible libre, es el cuarto final. Así que reflejos dorados, algunos. Pero
magia, lo que se dice magia, poca.
Poca hasta que, casi a punto de tirar la
toalla y conformarnos con admirar los dos leones/dragones (chinthe es el
término exacto) de la entrada que miden casi nueve metros de alto, la magia
apareció en el cielo. Una ingente nube de murciélagos, suponemos que
procedentes de los árboles del parque cercano a la pagoda, comenzó a brotar
como un chorro inagotable, sorteando a uno y otro lado la aguja de la entrada.
Pasaban sobre nosotros y seguían hacia donde el sol acababa de esconderse, o
más bien suponemos , hacia zonas de encharcamiento, a comer mosquitos o donde haya árboles frutales. Tengo que
confirmarlo, pero yo creo que los más comunes, los de nariz de cerdo, son
insectívoros.
La columna de murciélagos y las rapaces acechando |
La columna voladora fue recibida por el fuego
graneado de las cámaras y las retinas, así como por una gran cantidad de bocas
abiertas entre los guiris, no así, obviamente, por parte de los lugareños. Fui
prudente y cerré la boca, pero aún así, lo que yo creí una cagadilla me dio en
la cara. Mmm. En todo caso, no fueron las ráfagas de obturadores haciendo
clac-clac-clac las que les hicieron algún daño, sino una pareja de lo que nos pareció
algún tipo de halcón, así como un gran milano que nos solazaron con sus
incursiones en el torrente a la caza de algún murciélago y su relativo éxito:
pudimos ver (y oír) cómo el milano capturaba un murciélago con sus garras y se
lo llevaba, así como alguna persecución de los halcones. Todo ello alrededor de
las cabezas de los chinthe: un
espectáculo inesperado y fascinante, a la luz del ocaso, con un aire
magníficamente vampírico. La luz fue a menos, la bandada también, y los
viajeros a otra cosa, que el día había sido muy largo. Buen final.
Pero claro, aún no habíamos visto la pagoda, por
eso esta mañana teníamos una visita obligada. Entrar en Shwedagon es cruzar a
otro mundo. Es obvio que Pierre Loti o Blasco Ibáñez lo relatan mucho mejor que
yo en Pagodas de oro o en La vuelta al mundo de un novelista
respectivamente. Dice Loti: “Bajo las bóvedas inimaginables de riquezas, entre
esas columnas cinceladas con paciencia china, en esos interiores que no son más
que oro y pedrerías, se los ve, se ven los budas, de tamaño sobrehumano, sentados
en cenáculo, al abrigo de parasoles bordados y rebordados de oro; ante ellos,
urnas de oro para los inciensos que humean, floreros de oro para las gardenias
y los nardos que les traen cada tarde, y candelabros de oro que, antes del
crepúsculo, acaban ya de encenderse”. Habrá que verlo ¿no? Hasta Kipling la
nombraba.
El andamio entrevisto a la luz del atardecer
anterior se hace ahora principal, condicionándolo todo. Pero, la verdad, tiene
su gracia ver la gigantesca (casi 100 meteros de altura) forma de campana
estuchada en una cubierta de bambú y cuerda. De los distintos estratos que
forman la estupa (terrazas, turbante, pétalos de loto, plátano, corona, veleta
y remate si no olvido ninguno) sólo son visibles los últimos, dorados y
brillantes como cabía esperar. El resto, visto con buen ánimo, semeja una
enigmática redecilla cubriendo un tesoro que reluce semioculto. En fin,
veámoslo con misterio porque si no, es para cabrearse. Encaramada al armazón se
ve gente. Con la cámara y el zoom alcanzo a verles la cara, la gorra de
béisbol, las gafas de sol, el longy o los pantalones… y los pies descalzos.
¿Arneses? ¡Qué va! Con un par. Allí subidos como Pedro por su casa. Y a su
lado, las chapas de oro, perfectamente reconocibles. Qué contraste.
Abandonada la prosaica armadura nos
sumergimos en la fascinación que tan floridamente nos anticipaba Loti. Y tiene
razón. Ha de recorrerse en el sentido del reloj, otra cosa sería mal vista en
Birmania, así que seguimos la corriente. No hay mucha gente, pero sí la suficiente
como para poder aprender cómo hacen en cada sitio. Aquello no es una pagoda sin
más, sino un gigantesco recinto plagado de kioskos, templetes, columnas,
capillas, estrados, campanas, urnas, floreros, pebeteros, fuentes, cuencos y
figuras de todo tipo. Por no hablar de los cajeros automáticos, que los hay,
juro. Es una borrachera de dorados y blancos, algunos verdes, alguna incursión
roja, y no recuerdo el azul, la verdad.
Caminas ajeno y curioso entre todo esto. Vas
del buda de jade en su urna de vidrio a la campana Maha Tithadaganda del rey
Tharrawaddy, tremenda con sus perfiles rojos, pasando por los grandes budas y
no consigues cerrar la boca. La pagoda de Mahabodhi, inconfundiblemente de
aires indios, se sale marcadamente del ambiente general. Los cuervos y las
palomas se aprovechan de las ofrendas y llenan sus buches ante los fieles
arrodillados e impertérritos. Las pagodas de los inmensos budas principales son
auténticas catedrales doradas, recargadas, barrocas. Barrocas, sí, eso es.
Te paras delante de ellas, admirando en
segundo plano, tras los fieles, las enormes figuras y tratando de ver el icono
central y… Pero… pero, ¿a quién se le ocurre? Las figuras centrales, encerradas
en primorosas vitrinas llenas de volutas y encajes, siempre enjaezadas con
flores y guirnaldas y a veces cubiertas con lujosos paños lucen (las hemos
visto en toda Birmania y también en otros sitios) una aureolas electrónicas a
base de leds de colores. No es solo eso. Las luces, como en un árbol de navidad
o más bien como en un reclamo publicitario o una marquesina de cine, van
cambiando: se apagan, se encienden unos u otros colores, y forman círculos,
radios, espirales, abanicos, parpadean pretendidamente gloriosas. Aquello queda
entre puticlub e iglesia, en algún punto medio incoherente. Hay que decir que
esto de las lucecitas en lugares religiosos ya lo hemos visto en alminares y en
aureolas de santos más cercanos, así que debe ser una moda, un furor
fluorescente y redentor. Lo que viene siendo un trending topic de mierda, vaya.
Pero aún hay más, como diría Super-ratón. En
la elaboradísimas –eso, barrocas, repito- rejas que protegen el santo-sanctorum
hay aún otro pecado capital cometido contra los guardianes de los pelos y los
dientes de buda. Relojes de cocina. Hay allí un cierto número de relojes de
cocina, incongruentes, colgados de la reja. Mi ignorancia (que crece y crece)
me impide interpretarlos. ¿Qué sentido pueden tener? Supongo que alguno, si no,
no estarían allí, pero, ¿no hay algo más acorde al lugar?, ¿menos cutre? No sé,
no sé, pero el resultado viene a ser como colgarle a la Macarena el Casio de la
cocina de tu tía y sacarla en procesión. El santo cristo y las pistolas pero oriental.
Te repones del cabreo estético y tratas de
reconciliarte con el sitio continuando atónito tu visita cayendo en uno de los
tópico ineludibles: buscas el buda del día en que naciste e ignorante una vez
más del sentido real del rito, imitas a los de allí rociando agua por encima de
las dos figuras sedentes, una dorada tras la otra blanca, y ambas delicadamente
adornadas con flores. Tantos cacillos
como años tengas. Dejas un dinerillo como los demás y te vas de allí creyéndote
un hombrecito. Sigues, sorprendes a unos jovencísimos monjes – unos chavales de
quince- haciéndose fotos y autorretratos (vale, selfies, “pa” ti la perra
gorda) ante una ofrenda floral, ves las palomas cebarse de arroz en el plato de
uno de los muchos budas, ves un cartel ectópico y de nuevo incongruente,
anunciándote que allí hay Wi-Fi gratis por cortesía de la empresa X, ves a un
monje viejísimo y desdentado comiendo arroz en una de las pagodas mientras pasa
el rosario con la otra mano, admiras las columnas chapadas con miles de teselas
y espejitos de colores, te fascinan los dragones, los soportes de las campanas
y gongs, las miles de velas y barras de incienso que se consumen y crean en
ciertos sitios una densa humareda blanca y un aroma magnífico, los cientos de
pagoditas y kioskos, las baldosas blancas de mármol, los lacados de los artesonados, la palmera, alta y sola
junto al pabellón de “lavar el pelo” o así creo entender que se llama, las
guirnaldas de flores frescas, las sombrillas de encaje (¿y seda como en la
zarzuela? Seguramente, ¿no?), las banderas colgadas de largos tirantes que
ascienden del suelo hasta las puntas de las pagodas ondean al viento y resuenan,
te cruzas con una de las extrañas monjas birmanas: rasurada, vestida de rosa,
rojo y marrón… Te pierdes, vamos.
!Di Mingalaba! |
Y la monja con su rasurado |
El monje con su rosario |
La pagoda de Mahabodhi |
La enorme Maha Titthadaganda |
Terminas el giro, que repetirías otra vez
pero no hay tiempo y finalmente sales de allí alucinado. Solo por esta pagoda,
Birmania merece el viaje. Shwedagon no es una pagoda, es la pagoda total.
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