Paris la nuit es una expresión evocadora. Representa una perspectiva de experiencias intensas, de juerga, diversión, de camaradería en el noctambulismo y la farra.
Cuando uno visita París por trabajo, esa opción raramente ocurre. Incluso en el caso de que tras la jornada laboral se programe algún acto social, este no suele exceder de una cena a las siete y media a la que asistirán los distintos tipos de europeos que tomaron parte de la reunión. Los nórdicos, tan carentes de verdadero sentido del humor, los germánicos y parientes cercanos, siempre imbuidos de ese aire de sientacátedras, los británicos, trincando casi siempre un buen trozo de la tarta y sin por ello dejar de criticar con esa flema tan suya un crema un tanto insípida o un chocolate desafortunado, los franceses, con una línea propia, siempre; y los mediterráneos, más serios para trabajar de lo que se cree y más divertidos que todos los demás, pero que casi siempre van a remolque. Bien, la cena dura como mucho dos horas y cada mochuelo a su olivo. Una cena de rigor (mortis).
El asocial, yo, se excusa si es posible -¡lo era, lo era!- y emprende un maravillosos paseo a solas por París. Previamente, iPod y música. La selección francesa: Gymnopedie (obvio, sí, pero apropiado), René Aubry, Yann Tiersen, Sophia Charai, Hindi Zahra, Les choristes, Hector Zazou, Mark Isham (¿Mark Isham?, sí con la banda sonora de Les modernes) y... pues sí, también, algún tango afrancesado, como Pa Dumesnil.
Partiendo de la Gare de Lyon, en cuyo restaurante Le train bleu se debe cenar de maravilla pero para hacerlo solo prefiero esperar la ocasión en que alguien querido me acompañe, uno cruza por el puente de Austerlitz y se dirige al Jardin des plantes. Allí, preciosos parterres, caminos umbrías y setos te acompañan a tus lados y tú te dejas embaucar por los olores, los colores, las flores, las hojas... hasta que un silbato y otro y otro más te acojonan lo suyo y, recuperado del susto, ves que los guardias están prácticamente rastreando aquello a la búsqueda del imbécil del turista que no se entera de que es la hora y cierran. Ni pensar en visitar el museo, sino en buscar una salida cuanto antes, a ver si te vana dejar encerrado. Son las siete. El sol se está yendo a gran velocidad. De ahí en adelante solo queda pasear. Todo estará ya cerrado. Y cada vez más oscuro. Pues estupendo.
Desde allí lo suyo es tratar de alcanzar los Jardines de Luxemburgo previo paso por el Panteón. Al panteón se llega tras atravesar, entre otras calles y plazuelas de nulo interés, la preciosa y muy escondida plaza de Contrescarpe, donde el sufrido caminante se toma una biere a la pression en el prestigioso café Delmas. A vuestra salud. El panteón está en obras. Su cúpula aparece cubierta de una lámina llena de caras de gente que cubre los trabajos. Original, pero a mí me hubiera gustado verla como es ella. En fin.
Sigues por Soufflot y ves a tu derecha la Sorbona. Sí, bueno, pero primero vamos a ver si llegamos a tiempo a los jardines. Uno sigue, rogando interiormente que aquellos cierren más tarde mientras de reojo miras tanto el reloj como el cielo perdiendo brillo, y llegas por fin a la entrada de la plaza Edmond Rostand y... cerrados, claro. Cagüentodo. Les echas un vistazo rencoroso a las fotos maravillosas que siempre exponen en la verja que los rodea y te alejas refunfuñando Boulevard Sant Michel abajo. En la placita de la Sorbona te paras un poquito por aquello de cumplimentar a semejante templo del saber (oye, qué bien suena) y sigues hasta Saint Germain, donde giras a la izquierda. Barrio latino precioso por el que hay que callejear y perderse, aunque para mí lo que no hay que perderse en este tramo es el pasaje de Saint André, una callecita sencillamente espectacular, con restaurantes, salas de arte, anticuarios... indispensable. Sigues, ahora sí, perdido, por aquellas callecitas hacia St. germain des Pres, donde te plantas casi de milagro gracias a un mapa no muy detallado y al entusiasmo que te dan aquellos vericuetos. Cerrada.
Hala, pues con los pies ya pidiendo árnica literalmente, tomas Bonaparte para iniciar camino de vuelta. Más anticuarios, restaurantes preciosos, galerias de arte... a cada paso hay que parar y mirar. Y qué ambiente, qué gentío. Casi demasiado.
Sales finalmente al Sena y te vas a la derecha para cruzar el puente del Carrousel y entrar en la explanada del Louvre. Iluminada maravillosamente, solo puedes abrir la boca ante las pirámides, el palacio, el arco y la torre Eiffel al fondo. Las Tullerías están oscuras y ya hay que ir cerrando el periplo, pero no hay pena. Ya daremos otro paseo hacia la torre, los campos elíseos y lo que se tercie; pero será en otra ocasión.
Asombrado aún, tanto por el Louvre como por los japos haciéndose selfies imposibles o fotos formando la uve con los dedos delante de semejante maravilla -ah, el turismo cultural-, tomas Rivoli a la derecha y sigues, dejando el cerrado palacio real a tu izquierda por las galerías. Alcanzas St Germain Auxerros y la Torre Saint Jques, impresionante iluminada, y te cruzas a la isla por el Pont Change, que te deja una vista maravillosa del Pont Neuf con la torre Eiffel tras él.
Pasas delante de la Cancillería, siempre bonita pero sin gracia especial, para ir a Notre Dame. De día sobrecoge pero de noche estremece. Qué buena iluminación. A mí me gusta mucho la fachada, no puede discutirse, pero siempre me fijo en el punto de kilómtro cero que está allí, frente a la entrada, y luego me voy al jardín de detrás, desde donde se ve todo el entresijo de arbotanes, pilares, tirantes,
gárgolas y pináculos que son soberbios. Joder, cerrado. Pues desde un lado, ea.
Cruzas a la otra islita por el Pont Saint Louis y allí tomas directamente St Louis en l'ille, que discurre por en medio y que está trufada de restaurantes y tiendecitas. Puro medievo. Salvo por lo animadísimo.
Tus pies no dan de más pero tu voluntad gana al traumatólogo/podólogo que te haría falta y te desvías finalmente hacia la plaza de la Bastilla para ver la columna y la amplísima plaza, cambiando así de escenario. Del todo, porque por aquí merodean mendigos que no molestan -al menos a estas horas, aún no muy tardías- pero que no se veían por las otras zonas. A saber qué hace que se congregue por esta.
Bueno, y terminas de nuevo en la Gare de Lyon y en tu hotel tres horas después, con unos euros menos gastados en cerveza y un plato de comida, con las suelas más delgadas, los calcetines más finos y los pies franca y dichosamente devastados. París bien vale una misa, y una reunión de trabajo.
martes, 23 de septiembre de 2014
jueves, 4 de septiembre de 2014
LANGRE Y EL GAITERO
La playa de Langre es preciosa. Eso es obvio. El paseo que
la rodea por el borde del risco que la encajona permite ver desde arriba esta
belleza hecha de roca, arena, hierba (y maíz), agua y cielo. Grises, marrones,
verdes, azules.
Desde un extremo se asoma uno hacia el cabo Ajo, que merece
su propia visita; y desde el otro, hay que caminar un poco más para alcanzar
Loredo y ver así la isla de Santa Marina, las playas de Somo, con el Puntal y
hasta la mismísima embocadura de la bahía de Santander algo más allá. Un bonito paseo en el que uno, además de las
vistas, se topa con caballos y vacas pastando en las praderas que terminan en
el acantilado –pastor eléctrico de por medio- y con maizales que también se
asoman al abismo. Subirse en la cosechadora debe impresionar lo suyo.
Bajas a la arena y allí te entregas con fruición a las
diversas artes de no hacer nada, de bañarte, de mirar las olas, de pasearte la
orilla del mar, de leer, de anotar, de observar a la gente, de volver a leer… y
entonces de repente prestas atención. Abandonando la relajación a la que te has
dedicado intensamente, atiendes ahora a tu oído. Por encima del oleaje, casi
único sonido perceptible y no poco, se oye… sí, se oye una gaita. Miras en
derredor, incrédulo. Nadie se bajaría una gaita a una playa, ¿o sí? No, no
viene de la arena, el sonido parte de arriba. Miras hacia un lado, nada, miras
hacia el otro, y allí está. Una cabeza y por encima de ella un tubo con unos flecos colgando se perfilan en el borde del acantilado hacia el cabo de Ajo.
Sonríes. Lo cierto es que es una agradable sorpresa. Tu
atención termina de despertarse y la vuelcas en aquel sonido tan inesperado y,
al tiempo, tan acorde al lugar y tan grato. Por dárselas uno de enterado, diría
que entre lo que toca aquel hombre está la marcha de Brian Boru, pero no podría
asegurarlo. El hombre pasea diez o doce pasos hacia un lado, haciéndose más
visible desde donde yo lo observo y entonces gira, deshace el camino,
ocultándose a mis ojos y vuelta de nuevo. Y así un buen rato. Tanto, que me da
tiempo a comentarlo y a hacer que mi gente le preste también su atención, y
hasta a hacerle unas fotos a mucha distancia con las que mi cámara me permite
“acercarme” hasta verle la cara. Tanto, en fin, que excepto para alguien con
cierta afición como yo, aquello acaba por aburrir y me encuentro con una cara
de hastío que me mira y señala hacia allí con la barbilla. Yo respondo con un
gesto de felicidad. Qué caray, un acantilado, verdor por todas partes, un
libro, un mar frío y una gaita. ¡Hasta sobaos y empanada!
Sin embargo, me viene a la memoria una escena que luego he
podido comprobar que recordaba mal. Se me antoja aquel gesto de cansancio hacia
el gaitero, allá en lo alto, idéntica a la
escena inicial de El guateque, de Peter Sellers. Aquella en la que una
expedición británica, precedida de los correspondientes gaitas y tambores
escoceses, marcha por un desfiladero de la india y sufre una emboscada. Una
nube de guerrilleros comienza dispararles, mientras ellos repelan la agresión.
Llueven balas por todas partes. Peter Sellers, encaramado en lo alto y que ha
dado la señal de alarma, es alcanzado y, en su agonía, sigue soplando y
soplando su instrumento – que yo recordaba una gaita y es en realidad una
corneta-. Lo hace tanto que el sonido se hace insoportable, de manera que el
enemigo centra su fuego en liquidarle para ver si se calla. El persiste y no
deja de soplar, y resoplar, cada vez con más estridencia y desafino. Tanto que
hasta los suyos apuntan hacia allí, girando las ametralladoras y los fusiles. Era el rodaje de una película y él un extra imbécil (úsese la primera como sustantivo y como adjetivo). En fin, una escena “muy suya”. Pero yo recordaba mal, Peter Sellers no
castigaba a propios y extraños con una gaita, y, desde luego, el gaitero de
Langre, tampoco. Todo lo contrario, es un motivo más para ir por allí.
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