martes, 1 de octubre de 2013

TUMBA DE HO CHI MINH. HANOI.

Entre las experiencias sovietizantes que aún puede uno encontrar, visitar la tumba del tío Ho, es seguramente una de las más ajustadas a lo que se pretendía en origen: sobrecoger a quien acude.
Ho quiso ser incinerado, una práctica que consideraba higiénica y conveniente para la agricultura. Yo creo que tenía razón. Sin embargo, las autoridades que le siguieron, fieles a esa costumbre propia de los regímenes comunistas de conservar nuevos ídolos que adorar a falta de los que las religiones llevan coleccionando siglos, hicieron lo propio. Lo embalsamaron y construyeron un gigantesco mausoleo, vaciaron las calles adyacentes y montaron toda una gran estructura alrededor para organizar – controlar- a los numerosos visitantes. Y son numerosos por dos razones: una es que constituye una de las atracciones turísticas de una ciudad, Hanoi, poco monumental, poco animada, poco luminosa, poco atractiva. Tiene cosas, pero como conjunto es triste; es, muy claramente, una capital del otro lado del telón de acero que aún no ha caído en manos de las cadenas de hamburgueserías. Ya llegará.
Al tema: en un primer control, dejas cualquier cosa que cuelgue y que no sea el bolso -pequeño- de las mujeres. Nada de bolsas, mochilas… lo primero que te hacen guardar son las cámaras. Ni soñar con hacer una foto. Y con las caras de los “secretas”, todo trajeados ellos, como manda el canon, menos aún. Te miran de arriba abajo sin aspavientos ni concesiones. Cámara al aire, o en un bolsillo, descuidadamente… error. Alguno que quiso pasarse de listo tuvo que pasar un segundo control donde le retiraron la cámara hasta que saliera. Los brazos, a los lados del cuerpo, nada de llevarlos cruzados, en los bolsillos; como mucho con las manos entrelazadas delante o detrás. Me recordaba el colegio. Faltaba el “a cubrirse”. Por parejas estrictamente alineadas, te hacen caminar por la ruta indicada, flanqueada de vallas y, eso sí, a cubierto. Parece que en los días señalados aquello hierve de fervientes (redundante, sí) acólitos y las esperas son largas. Pasado un primer filtro, todo el camino transcurre bajo la atenta mirada de soldados ataviados de un uniforme inmaculadamente blanco con bocamangas rojas y su gorra de plato correspondiente con cinta igualmente roja. No sonríen, no te hablan, sólo mueven una mano indicando que te muevas. Y están muy atentos a cualquiera que se retrase, altere la formación o charle en voz alta. Se exige silencio absoluto una vez que entras en el mausoleo por una puerta que da a una estrecha escalera de mármol gris y verde. Allí esperas a que, en lotes más o menos homogéneos, te den paso al sanctasanctórum (¿puede usarse aquí ese término?). Allí, con una luz muy tamizada, caminas por un pasillo lateral alrededor de un centro en el que se encuentra, fantasmagórico, el cuerpo embalsamado dentro de una vitrina. La luz especial con que le iluminan le da el color de los primeros hologramas, esa especie de semitransparencia rojiza allí donde la piel puede verse. El resto es un traje verde y una especie de faldón que le cubre las piernas. Todo tiene una atmósfera enrarecida, fría y artificiosa. Los guardias que le acompañan parece que ni respiren, fija la mirada en la pared de enfrente, seguro que reflexionando sobre la lucha de clases y el imperialismo agresor a pesar de ese puto picor en la nariz. Avanzas, recorres los tres lados de la enorme estancia cuadrada casi hipnotizado por la cara y las manos cerúleas, casi fosforescentes, y sales por otra escalera parecida a la de entrada.
La salida es liberadora.
Una vez fuera, puedes pasear por la enormísima explanada donde se llevan a cabo los desfiles militares. Allí se congregan la mayoría de los extranjeros, tomando fotos una vez rescatados sus bártulos y obteniendo así pruebas de la visita o recuerdos, según el uso que quiera dárseles. Desde allí también aprecias la inmensa cola que entra por otro lado y que corresponde a los nacionales. Una larguísima fila perfectamente dispuesta y en la que se suceden de forma casi perfecta tramos por colores: uniformes verdes de militares, chándales azules, rojos o de cualquier otro color de distintos colegios, algún que otro despistado vestido de calle y otros nutridos grupos con ropas que varían del rojo teja al azafrán. Son monjes budistas.

No creo que a Ho, muy parco en alharacas, le gustara verse así. Es mejor reflejo del individuo la visita  a la que fue su casa durante años: un pabellón hecho todo de madera y situado junto a un estanque, en un rincón del jardín del antiguo palacio de los gobernadores franceses. Los actos oficiales, en el palacio. La vida, en su casita. Y después, cenizas.





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