Entre las experiencias sovietizantes que aún puede uno
encontrar, visitar la tumba del tío Ho, es seguramente una de las más ajustadas
a lo que se pretendía en origen: sobrecoger a quien acude.
Ho quiso ser incinerado, una práctica que consideraba
higiénica y conveniente para la agricultura. Yo creo que tenía razón. Sin
embargo, las autoridades que le siguieron, fieles a esa costumbre propia de los
regímenes comunistas de conservar nuevos ídolos que adorar a falta de los que
las religiones llevan coleccionando siglos, hicieron lo propio. Lo embalsamaron
y construyeron un gigantesco mausoleo, vaciaron las calles adyacentes y
montaron toda una gran estructura alrededor para organizar – controlar- a los
numerosos visitantes. Y son numerosos por dos razones: una es que constituye
una de las atracciones turísticas de una ciudad, Hanoi, poco monumental, poco
animada, poco luminosa, poco atractiva. Tiene cosas, pero como conjunto es
triste; es, muy claramente, una capital del otro lado del telón de acero que aún no ha caído en manos de las cadenas de hamburgueserías. Ya llegará.
Al tema: en un primer control, dejas cualquier cosa que
cuelgue y que no sea el bolso -pequeño- de las mujeres. Nada de bolsas, mochilas… lo
primero que te hacen guardar son las cámaras. Ni soñar con hacer una foto. Y
con las caras de los “secretas”, todo trajeados ellos, como manda el canon,
menos aún. Te miran de arriba abajo sin aspavientos ni concesiones. Cámara al
aire, o en un bolsillo, descuidadamente… error. Alguno que quiso pasarse de
listo tuvo que pasar un segundo control donde le retiraron la cámara hasta que
saliera. Los brazos, a los lados del cuerpo, nada de llevarlos cruzados, en los
bolsillos; como mucho con las manos entrelazadas delante o detrás. Me recordaba el
colegio. Faltaba el “a cubrirse”. Por parejas estrictamente alineadas, te hacen
caminar por la ruta indicada, flanqueada de vallas y, eso sí, a cubierto.
Parece que en los días señalados aquello hierve de fervientes (redundante, sí)
acólitos y las esperas son largas. Pasado un primer filtro, todo el camino
transcurre bajo la atenta mirada de soldados ataviados de un uniforme
inmaculadamente blanco con bocamangas rojas y su gorra de plato correspondiente
con cinta igualmente roja. No sonríen, no te hablan, sólo mueven una mano
indicando que te muevas. Y están muy atentos a cualquiera que se retrase,
altere la formación o charle en voz alta. Se exige silencio absoluto una vez
que entras en el mausoleo por una puerta que da a una estrecha escalera de mármol gris y
verde. Allí esperas a que, en lotes más o menos homogéneos, te den paso al
sanctasanctórum (¿puede usarse aquí ese término?). Allí, con una luz muy tamizada, caminas por un pasillo
lateral alrededor de un centro en el que se encuentra, fantasmagórico, el
cuerpo embalsamado dentro de una vitrina. La luz especial con que le iluminan le da el color de los
primeros hologramas, esa especie de semitransparencia rojiza allí donde la piel
puede verse. El resto es un traje verde y una especie de faldón que le cubre
las piernas. Todo tiene una atmósfera enrarecida, fría y artificiosa. Los
guardias que le acompañan parece que ni respiren, fija la mirada en la pared de
enfrente, seguro que reflexionando sobre la lucha de clases y el imperialismo
agresor a pesar de ese puto picor en la nariz. Avanzas, recorres los tres lados
de la enorme estancia cuadrada casi hipnotizado por la cara y las manos
cerúleas, casi fosforescentes, y sales por otra escalera parecida a la de
entrada.
La salida es liberadora.
Una vez fuera, puedes pasear por la enormísima explanada
donde se llevan a cabo los desfiles militares. Allí se
congregan la mayoría de los extranjeros, tomando fotos una vez rescatados sus
bártulos y obteniendo así pruebas de la visita o recuerdos, según el uso que
quiera dárseles. Desde allí también aprecias la inmensa cola que entra por
otro lado y que corresponde a los nacionales. Una larguísima fila perfectamente
dispuesta y en la que se suceden de forma casi perfecta tramos por colores:
uniformes verdes de militares, chándales azules, rojos o de cualquier otro
color de distintos colegios, algún que otro despistado vestido de calle y otros
nutridos grupos con ropas que varían del rojo teja al azafrán. Son monjes
budistas.
No creo que a Ho, muy parco en alharacas, le gustara verse
así. Es mejor reflejo del individuo la visita
a la que fue su casa durante años: un pabellón hecho todo de madera y
situado junto a un estanque, en un rincón del jardín del antiguo palacio de los
gobernadores franceses. Los actos oficiales, en el palacio. La vida, en su
casita. Y después, cenizas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario