Un tipo que se cruza de
Holanda hasta Estambul caminando, se hace héroe de guerra luchando en Creta -a
la vez que se enamoraba de ella y de lo griego- y que ejerce de
viajero-descriptor merece crédito.
En Mani nos relata el viaje por el extremo sur del
Peloponeso, la agreste y descarnada región donde, cuentan, pudieron haberse
refugiado los antiguos y últimos descendientes de los espartanos y desde donde
hicieron frente, feroces, a cualquier intento de “civilización” y aún menos de
conquista. Todo es relativo, claro, pero los turcos tomaron esta zona tal como
los romanos Caledonia, los cruzados Tierra Santa o los árabes Asturias: no del
todo. De ahí una cultura que el autor asocia a dialectos y restos de costumbres
arcanas sólo presentes en las montañas de algunas islas helenas (Creta,
Chipre). Y está escrita en 1958, así que imagino que repetir ahora este viaje
pretendiendo vivirlo de forma parecida al original sería un desafuero y una
frustración. Ya no será como la pinta él.
El monte Taigeto, mítica cordillera que conforma la
península sur del Peloponeso (el pentadáctilo) es omnipresente en todo el
trayecto, ya que, en realidad, salvo al principio, cuando se atraviesa con no
pocas penalidades, el resto del viaje consiste en bordearlo por la costa,
llegando en barca, mula, a pie o a rastras de un pueblecito a otro.
Se cuentan las constantes luchas de los habitantes de esta
desabrida y pedregosa región con cualquier extranjero que tratase de hacerse
con ellas (bizantinos, cruzados, otomanos y hasta griegos en tiempo de paz,
cuando la unificación). Restos de fortalezas en puntos estratégicos de la costa, la isla de Kitera o el famoso cabo de Matapán (la batalla en la que los
italianos perdieron el poco control que llegaron a tener sobre el mediterráneo
oriental en la IIGM) jalonan el camino.
Pero, sobretodo, lo marcan los pueblecitos como Kita, Nomia
y otros muchos, en los que las costumbres y comidas ancestrales mediterráneas
–tan celebradas siempre por los ingleses- se mezclan con los relatos de las
feroces riñas. Nos cuenta el atuendo y las armas de estos fieros laconios que
construían torres cada vez más altas para, desde allí, un poco más alto,
agredir en guerras de clanes al rival y vecino. La cosa estaba en elevar un
poco más el bastión propio para tener al otro debajo, lo que resultaba en una
albañilería de riesgo: levantar muros mientras te foguean resolvería sin duda
la baja productividad pero no sé cómo incidiría sobre el absentismo. Resultado:
torres altísimas que denotaban el poder del clan propietario, pueblos dotados
de rascacielos en plena edad media y, ahora, al parecer, restos convertidos en
atractivo turístico. No he visto esto, pero prometo ir. Me suena mucho a San
Gimigiano o Volterra en la Toscana.
Menos mal que no todo es esto en el libro. También pisar uva
con los pies sucios como medio de mejorar el vino, comer cereales y contar el
origen de su nombre, Deméter, hablar del
queso, las aceitunas, los higos y en especial, del paximadia, una especie de
bollo reseco que se humedece para recuperar una textura parecida al del pan y
propio de los pastores de la Laconia. Daría algo por probarlo, cosas mías.
Pero, sobretodo, lo que distingue a Fermor es que, además de
describir los sitios y lo que allí hay, lo relaciona, con tenues hilos
invisibles, con su historia y con sus mitos; cuenta el porqué de ciertas
costumbres, vocablos, toponímicos, rasgos, etnias. Y es portentoso. Enlaza como
si tal cosa una siesta con el origen de gran parte del santoral: aparentemente,
muchos de los santos no son sino dioses paganos travestidos, en los que se
mantienen algunas de sus virtudes esenciales y, al cristianizarlos, se los
convertía en nuevo reclamo para nuevos acólitos apegados antes a los viejos
dioses. Ya había leído sobre esto, pero Fermor
es muy efectivo: de Dionisos a san Dionisio es muy fácil y directo, pero
más elaborado es que Ártemis sea convertida en san Artemio, que es también
hábil en la curación de niños enfermos, así como la diosa lo era de los
hechizados por las ninfas… Y así unos cuantos. Ah, y una curiosidad más
aprendida en este libro: san Modesto tiene poderes veterinarios. Por cierto que
hay un capítulo dedicado a los animales, particularmente a los gatos, en el que
se incluye un dicho marinero bien curioso: “conseguirse un gato” expresión que
es sinónimo de asegurarse de algo doblemente para no fallar.
Las moiras, el amor de las nereidas -tan voluble, ay-, los
centauros, la iglesia ortodoxa, la rosa de los vientos (con nombres tan
actuales como tramontana o terral), la coloración de los templos… casi todo lo
erudito y variadísimo cabe, con gracia, entre pueblo y pueblo, entre subidas y
bajadas, entre piedras, cabras e higueras.
Ah, y en griego, extranjero y huésped son sinónimos. ¡A Grecia!
PS: Roumeli ya está en mi mesilla.