Si se mira el mapa, la travesía es de por sí ingente. Pero
lo es aún más teniendo en cuenta que no la culminaron más que cuatro de los
cuatrocientos que iniciaron aquella iniciativa de hacerse con la zona interior
de la Florida como una nueva tierra llena de riquezas (seiscientos eran al principio,
pero ya en Cuba la cosa comenzó a torcerse). Porque, una vez más, lo que les
llevó a fletar sus barcos y a reclutar su tropa no fue otra cosa que una
inversión con vistas a hacerse con nuevas tierras de las que obtener pingües
beneficios, como había hecho poco antes Cortés en México y otros conquistadores
en otras zonas. Se relatan las intrigas y circunstancias que rodearon la
gestación de una aventura que no pretendía ser tal, sino negocio. Se trataba,
pues, de una expedición –digamos, comercial- al mando de Narváez para cerrar el
arco norte del Caribe como mare nostrum español en las Américas.
Pero, elegido sin criterio adecuado el punto de asentamiento
– cerca de la actual Tampa- los expedicionarios se vieron progresivamente
envueltos en desgracias sin cuento: falta de alimentos y agua potable, zonas pantanosas, enfrentamientos
con los habitantes de aquellas tierras y entre ellos, ansias de poder,
rivalidades, intereses diferentes… es decir, se convirtieron en un grupo de personas ante situaciones extremas.
La tropa fue disgregándose pese a los intentos de Narváez por liderar aquel sindiós, de forma que un grupo progresivamente
menguante fue trasladándose a pie o en barcazas hechas a mano hacia el oeste, a
la búsqueda de zonas conocidas.
Pero en el camino hay un sinfín de calamidades, desde
enfermedades hasta esclavitudes, frente a las que se opone, como roca, el ansia
de supervivencia y la constancia de Cabeza de Vaca y sus compañeros (uno de
ellos marroquí, por cierto), adaptándose a las costumbres, al clima, el
comercio (arte que llegaron a dominar), la alimentación (entiéndase la caza del
bisonte, la recolección del nopal o del deseado y escaso maíz), las creencias y los ritmos de vida de
varias tribus a lo largo de un periplo que les hizo pasar por todo lo que más
tarde se conocería como el Camino Real (o de San Antonio). Cabeza de Vaca fue
el primer europeo en pisar y describir Texas, un sitio lleno de topónimos
españoles, incluido alguno que despista, como Galveston, que no es sino una
derivación pero que inicialmente fue llamada, agárrate, Isla de Mal Hado, por
la mala suerte que les cayó encima en ese punto. Por cierto que en ese sitio
tuve yo un incidente con el coche, así que mi devoción por Cabeza de Vaca se
reforzó al conocer el coincidente mal fario de esa costa. Ojito si vais.
Los escritos que dejó tras su portentoso viaje (“Naufragios”
se titulan) fueron la primera descripción de lugares y gentes que luego nos han
llegado filtrados por el tamiz de Hollywood: Ríos Conchos, Grande, Pecos, el
mítico territorio Apalache, tan ansiado y presuntamente lleno de riquezas… Y
así mismo el mismísimo Mississippi (no caben mas eses en una frase, intentadlo).
Casi nada.
Pero, lo verdaderamente emotivo de toda la historia de este
libro es la capacidad de aguante frente al hambre, la sed atroz, el maltrato,
la incertidumbre de si el camino elegido es el correcto o si les llevaba a una
muerte cierta, y la capacidad de adaptarse. A todo y a todos.
En los libros de historia, o en la Wikipedia para los menos
inquietos, hay apenas unas líneas dedicadas a Cabeza de Vaca como “descubridor”
de Texas, pero este libro, escrito además por un norteamericano, nada
sospechoso por tanto de patrioterismos (al menos los españoles), le deja a uno
con la agradable sensación de valorar en mucho lo que es capaz de hacer alguien
que puede ser tu vecino –sí, ese imbécil- llevado al extremo y exigido por
circunstancias extenuantes. Lo recomiendo, uno de esos libros que se devoran.