PAIMPONT, LA TUMBA DE MERLÍN
Aparcamos el coche y, llenos de optimismo, nos encaminamos a
la misteriosa y evocadora Tombaeu de
Merlin. La flecha era muy clara, déjate de mapas. Nos habíamos provisto de
un poderoso mapa en la oficina de turismo del minúsculo pueblo de Paimpont. Ah,
Paimpont, con su estanque, su abadía, sus panaderías… y con sus nombres de
calles tan adecuados: Morgana, Viviana, Brocelianda…
Pero bueno, pero vale, a tomar viento el mapa. Sigamos la flecha. Ya es raro
que no haya nadie ¿no? Se ve que no es época de andar por aquí. La verdad es
que hace un calor que nadie diría que esto es Bretaña.
Bosques inmensos con estrechos caminos por los que nos
fuimos internando y por los que después de largos trechos encontrábamos algún
alma cándida como nosotros que, sin duda, buscaba la tumba del mago. Ni una
flecha más. Preguntábamos y siempre íbamos bien, pero los dos kilómetros que
anunciaban al inicio se nos hacían muy largos. En especial a la infancia.
Llegó un punto en el que claramente nos habíamos perdido. No
había nadie a quien preguntar ni tampoco estábamos seguros de cómo volver,
porque habíamos hecho algún que otro giro atendiendo indicaciones de gente que
nos habíamos cruzado.
Arboles por todas partes, de esos que no te dejan ver el
bosque, y mucho menos los lindes del jodido bosque. Caminos que de repente se
desvanecen en medio de la nada, otros que giran noventa grados en un terreno
llano sin que tú sepas muy bien a qué puñetas se debe el quiebro, voces (en
francés, claro, ni papa de lo que decían) que sonaban de cuando en cuando pero
que no nos servían de nada…
Verás.
- Tengo hambre.
- Ya, bueno, sí, esto… ya estamos llegando a la tumba de…
¡Merlín! ¿Eh? Que no es cualquier cosa el Merlín este – en voz baja, pero me oyeron,
añadí- Merlín de los…
- ¿Cojones?, papá.
- Sí, hala sigue por ahí.
Aún anduvimos otra media hora más hasta que por fin unos
señores nos indicaron que estábamos casi al lado, había que cruzar una
carretera y cien metros más allá, estaríamos donde queríamos estar.
Lo de cruzar la carretera nos descolocó del todo, porque se
suponía, en lo que intentábamos sacar en claro del inútil mapa, que no tendríamos
que cruzar (ni habíamos cruzado) ninguna. Bueno, de perdus a la riviére, vamos por donde nos dicen estos. Y,
efectivamente, al llegar al extremo del puñetero bosque, una nueva flecha, de
esas que habían desaparecido por algún sortilegio del mago, señalaba de nuevo, Le tombeau de Merlin 200m. Allá que nos
fuimos.
Pues bueno, pues vale, pues vaya. Pedrolón en medio de un
claro y poco más. Eso sí, las fisuras, llenas de papelitos que supusimos
ofrendas, peticiones, agradecimientos… Exvotos, en definitiva. Ahí y en las
ranuras de las piedras que rodeaban, junto con una empalizada de madera, la
supuesta tumba. Y también, ristras de ellos colgando de los árboles, a modo de
guirnaldas. Tenía hasta su gracia, pero la verdad es que estábamos tan cansados
y nos había costado tanto llegar que nos quedamos bastante fríos en nuestra fe
merliniana y artúrica.
Bueno, pues unos metros más allá debía encontrarse, según
los prospectos y la flecha que lo señalaba, la fuente de la eterna juventud.
Ah, bien, vale. Merlín, que te den, que me voy a tomar las
aguas.
- Papá, ¿esto te mantiene joven para siempre?
- No creo, la verdad.
Una alberquilla, por ser generoso, con poca agua, mucho
barro y nulo encanto.
Bueno, pues ya habíamos visto la tumba y la fuente, y
teníamos claro que de allí ningún sortilegio podíamos esperar. Era todo muy
cutre, muy dejado, muy poco misterioso, eso a pesar de los exvotos y de los
círculos y otras figuras hechas con piedrecitas que ocupaban una pequeña
explanada junto a la fuente de la eterna limosidad. Se supone que los que se
creen druidas, brujas y magas, llevan a cabo por allí sus ritos. Mientras no
incluyan beber del agua milagrosa, que hagan lo que quieran, pero como la
caten, conocerán el milagro de la pérdida de peso sin esfuerzo. Sed, hambre,
cansancio, y una fuente de la juventud que si la Dra. Aslan saca de aquí
ingredientes es para preocuparse. Arreando.
De regreso al coche, nos resarcimos. Lo encontramos del
tirón y estaba, efectivamente, a unos diez minutos por el camino bueno. Sí, ese
que no seguimos a la ida. Una mesa hecha a base de un gigantesco tronco de
árbol cortado en una rodaja del tamaño de una rueda de tractor nos asistió,
bien sombreada y dotada de asientos también de madera. Para eso habíamos
aparcado a su lado con buena vista. Hala, tira de cestita de caperucita y dale
duro. De le fromage, de le pain, de le vin, de l’eau, de le saussige o como
coño se escriba y de todo lo de que llevábamos. Nos pusimos las botas a la
salud de Merlín. Incluida siesta mágica.
Eso sí, la mesa estaba toda ella llena de inscripciones
grabadas a punta de navaja, unas pidiendo ayuda a merlín y otras diciéndole
guarradas a Morgana. Así que les propuse a mis hijos hacer algo que “no debéis
hacer”. Por primera y creo que única vez en mi vida, quise dejar algo grabado
en aquella mesa de picnic. Mis hijos todavía se ríen cuando se nombra a Merlín
en alguna película. Dice así aquella grave admonición (póngase tono de
invocación; pomposo uno, vaya): Merlín, merlinete, a ver si señalamos mejor los
caminos, cabroncete.