Lo primero que debe uno lograr al llegar a Capri es resistir la tentación de irse en el mismo barco en que ha llegado. Porque, pese a visitarla en el tardío Septiembre, en la esperanza de que haya menos gente, no solo llega uno acompañado en el barco de una horda de cruceristas americanos, sino que llegan otros. Marina Grande es un hervidero de gente tratando de subir al funicular o de lograr plaza en las navetas o en los cucos taxis descapotables.
Hay que sobreponerse y hacerse fuertes. Pasado el horario matutino, la afluencia cae a cero. Los cruceristas tiene las horas – y las visitas- contadas. Pese a ello, los lugares clave reciben, en una franja horaria muy corta, aluviones de gente. Aprendida la lección, uno se plantea buscar algún sendero escondido. Y los hay.
Ya hablaremos de Villa Jovis o Villa Lysis, o del Trágara, pero el sendero verdaderamente solitario es el de los fortines borbónicos o franco-británicos, de sus guerras napoleónicas. Cuando preguntas por él, hay tres respuestas posibles: “ni se te ocurra, muy largo, mucho calor”, “precioso” o “¿qué?”. Es difícil obtener indicaciones, pero aun así, lo hicimos.
Mi sugerencia es comenzar en el faro de punta Carena, que de por si ya merece la visita. Una naveta desde Anacapri os llevará.
Cuesta un poco encontrar el comienzo, porque casi nadie lo conoce pero una vez logrado, estás solo. El sendero, al principio discurre entre pinos y lleva, precisamente al Fuerte del Pino, que en su día sirvió como bar tras haber sido una posición artillera. Tiene unas vistas del faro espléndidas. Desde allí comienzas a bordear la Cala di Mezzo y a ser observado con curiosidad por quienes han hecho lo común: rodear en barco la isla. Tuvimos allí uno de los pocos encuentros de toda la ruta, un gato ronroneando. La vegetación te rodea, las sombras te refrescan pero los tramos al sol son duros. Un sube-y-baja continuo que castiga piernas y rodillas. Cruzas el río La Rossola por un puentecito minúsculo y atraviesas lo que llaman la Luna florita de Mesola, un anfiteatro de roca gris casi lunar, desabrido, abierto al mar y tachonado de flores aquí y allá. Antes de llegar a Punta Campetiello, encuentras un tesoro: una estrecha hendidura con escaleras que llega hasta el mar, donde hay una oquedad resguardada en la que puedes bañarte a solas. Digo bañarte, no nadar; el mar bate fuerte, es poco más que una bañera.
Reconfortado por el baño, pasas el Fuerte de Mesola y llegas a la fuente Aurea, donde poder refrescarse un poco el gaznate. No hay otra, y el trayecto completo son casi 3 horas al sol. Cruzas la cala del Río y desde la fuerte rampa que te deja sin resuello, contemplas una maravillosa mansión, muy descuidada pero con un aspecto impresionante y una piscina enorme y vacía sobre el risco. Quién pudiera. ¿Quién pudo? Alguien con mucho dinero, desde luego. Muchos barcos pequeños rodean la isla de un lado a otro. Para ellos, debemos ser puntitos de color en la ladera.
Poco a poco regresas a la civilización, va habiendo más carteles y más construcciones, te ves rodeado de bancales de olivos y finalmente alcanzas la famosísima y abarrotada Grotta Azzurra. Eso significa que regresas al imperio del turista. Una larga fila aguarda para subir a las barquitas que te introducen en ella, mientras los barcos medianos se arremolinan alrededor y transfieren a sus ocupantes a las primeras. Hay un atasco de aúpa para entrar en la maldita cueva. Los restaurantes de al lado se nutren de los que la han logrado ver ya o de los que desisten o (des)esperan. Y si Capri es caro, aquello es el Monte del Olivo. Una pequeña salida al mar está llena de gente bañándose entre las rocas o tomando el sol en una pasarela de cemento construida para ello. Hay una espera de al menos una hora.
Es imposible, no compensa, no se soporta. Mejor tomar la naveta que te devuelve a Anacapri y allí tomar algo relajados –enorme cerveza, no voy a mentir-, que nos lo hemos ganado, para luego ir a la fascinante Villa Michelle y con un par, bajarse la escalera de casi 1000 peldaños hasta el puerto y Marina Grande.
Al final del día tienes las piernas cansadas y rotas, pero el espíritu se ha reconciliado con Capri.