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La carretera sigue la misma pauta que ayer.
Llanura (no exenta de ondulaciones y de curvas) y matorral bajo y grisáceo. Los
coirenes son el único pasto, y se parecen al esparto pero a escala, así han de ser de
nutritivos y suaves al paladar. También los llaman mata de fuego, porque parecen una llama. Los guanacos que se alimentan de ellos son hoy los únicos que comparten con
nosotros la desolación. Algunos guanacos que han saltado las inacabables alambradas obligan a frenar bruscamente y a pitarles para que se aparten. Tratan de ramonear junto al camino. Las crías, llamadas chulengos, quedan por dentro de
los vallados. De cuando en cuando algún cadáver aparece colgado en ellos. Todas las vallas están hechas a base de
alambres que se sustentan en estacas de madera intercaladas cada dos por una
metálica o por una de madera más gruesa o reforzada con metal. Los cuerpos
cuelgan mitad a un lado y mitad al otro, a veces en las grotescas posturas que
los cadáveres toman una vez desmadejados. Solo junto a los escasos cursos de agua hay algo
de verdor.
Llega el ripio, la grava. Nos acompañará casi todo el día. La gente se queja. A mí me encanta. Gooooood vibrations (pronúnciese mientras agitas la cabeza). Esto es lo que yo quería y esperaba, una carretera sin nadie durante horas. La vista se pierde, el polvo del camino obliga a las furgonetas a espaciarse y el remolino de las que nos preceden se lo lleva el viento antes de alcanzarlo nosotros. Las piedrecitas (y los pedruscos a veces) golpean los bajos. Y así todo el rato. Llegamos a un punto en el que anuncian una fuerte pendiente de "10200 metros" y te sugieren que “revises los frenos”. Sí, sí, sin duda. Qué cachondos. Bajamos a un profundo valle, en cuyo fondo hay algo de verde y subimos por el otro lado. Es una valle estrecho y de laderas escarpadas. La calzada esta aquí algo más rota y hay gente que llega a inquietarse. Sigo encantado.
Al poco podemos ver los Andes a nuestra
derecha, como fondo nevado y puntiagudo de una postal de inmensa llanura
ondulada con guanacos. Precioso.
Tras dos horas de ruta sin apenas cruzarnos un par de coches, llegamos por fin al así
llamado Cañadón del Río Pinturas, donde un pequeño centro de interpretación nos
aguarda. Muy poca gente. Somos lo únicos al llegar y al marchar dejaremos
detrás apenas a unos 20 visitantes. Los rótulos llevan, curiosamente, el anagrama de la AECID. Uno de ellos advierte: “Sanitarios. No hay otros adelante”. Mejor meas aquí. El Kiosko
Chinchillón ofrece refrescos, cerveza artesanal (abunda en Patagonia, extraño y afortunado hallazgo) y galletitas. El
chinchillón es eso exactamente, una gran chinchilla de la zona.
Nos ponen un casco blanco, dejamos los sombreros
y comenzamos la visita por una estrecha pasarela que bordea el cañón del
Pinturas. Vemos a una vaca hereford beber del arroyo, pero más adelante hay un ternero
tumbado en rara posición. “Está muerto” afirmo, pero está tan abajo y tan reciente que no
todos lo creen. Lo está. Nuestra nueva guía, se
explica muy bien. Por error nos hemos ido con ella en lugar de con la nuestra, y encima este es “su” sitio de trabajo. Qué rabia. Ya no podemos cambiar.
Primeras manos. Alucinante. Estarcidas mayoritariamente en rojo o blanco, hay alguna en verde –cobre-, y hay demasiadas manos derechas, lo que parecería indicar que hay una proporción de zurdos mayor que en la población general. La mayoría son izquierdas, lo que revelaría que con la derecha sostenían el tubo. ¿Seguro? No, no lo estoy. Varias están pintadas en el fondo con un color y estarcidas con otro, pero la mayoría tienen como fondo el color de la roca. Hay figuras de guanacos, algunas hembras preñadas o con sus crías y escenas de caza. Las figuras son de color ocre en general, pero otras son violáceas, blancas o negras. La amalgama de manos es brutal, lástima que al estar expuestas a la luz y a la intemperie en gran medida, han perdido brillo. Las protegidas (pintadas en caras de la roca inclinadas hacia abajo) mantienen un color maravilloso. Hay varias agrupaciones, pero casi al final está la figura emblemática, El danzante. Una especie de indalo, muy estilizada y que da perfecto para hacer figuritas y venderlas. A su lado, círculos concéntricos, un larguísimo zigzag y otras figuras que parecen lagartos. Todo en rojos. Los simbolismos son mera especulación en su interpretación. Incluso hay una figura de una guanaco rodeado por figuras humanas y hacia la que se dirigen cuatro largas líneas en cuya punta hay una bola. ¿Boleadoras? Podría.
Por haber, hay hasta extraterrestres. Entre las
manos estarcidas hay unas de tres dedos muy gruesos y acuminados. Son patas de ñandú, aquí llamados
choiques. Ah, y una posible parturienta. A saber.
En un punto, hay una escena de caza que parece reflejar a los hombres
cercando a los guanacos hacia una fisura de la roca. Te das la vuelta y aparece
una imagen muy similar al otro lado del valle, y así nos la interpretan como
posibilidad. Todo es una posible interpretación, o casi todo. Pero esta
impresiona y convence.
Alcanzamos el final de la zona habilitada para
recorrer las pinturas y nos asomamos al desfiladero del Pinturas. Huellas de
guanaco o de vaca en la arena de un recodo del río, farallones verticales y
mucha solitud. Regresamos, cojo una piedra para mi urna y nos deshacemos de los p. cascos. Alguno prueba la cerveza artesanal de El Chinchillón. Descansamos un rato de tanto asombro y al camino. Parte hay que deshacerlo hasta la Ruta 40, y
volvemos a atravesar el valle escarpado de antes. Ahora descubro que se llama
cañadón Caracoles, y lo recorremos un trecho, encajonados (y algunos un poco
acojonados) hasta retomar el excelente ripio de la Ruta 40. Siguiente parada:
Bajo Caracoles, una hora y media después. Entremedias, nada.
Otro tramo de inmensidad hasta alcanzar el pueblo. De película. Cuatro casas en medio de la nada y
la única gasolinera desde hace tres horas y media. Varias cabañas de chapa vieja;
otras de madera. Otras casas más armadas, varias nuevas, incluida una que
parece algo oficial, una comisaría y hasta un hotel de aspecto lastimoso, pero
una sensación de olvido, soledad y distancia inabarcable. Qué sitio. La nada.
La gasolinera tiene dos surtidores únicamente, y están plagados de pegatinas de los que por allí pasan y quieren dejar alguna
huella. Prácticamente no hay un centímetro cuadrado libre. Horror vacui, será como contrapunto a la soledad del campo.
Un galpón del que depende la gasolinera es un
ultramarinos gaucho. Bueno, perdón, un multirrubro. Tienen cerveza, agua
mineral y coca-cola, sí, y a qué precios, pero también boleadoras, boinas vascas, navajas y
machetes (facas y facones), pantalones bombachos, riendas, fustas, arreos
diversos, botas y sombreros. Me ofrecen uno desde lejos, yo estaba de caza
fotográfica fuera; pinta bien pero una vez puesto es rígido y con un ala
inmensa, poco práctico si no es para lo que es. Viandas básicas (galletas,
aceite, dulces, latas, harina), mecheros, lámparas, baterías y otra ferretería
completan la oferta. Ah, y el sector de licores, sobredimensionado. Algo querrá
decir. De cine, lo dicho. Pero me voy sin hacer negocio: ni las navajas me
cuadran (mi buena Leatherman quedó en Ezeiza fruto de un descuido
con mi equipaje y un escáner cabrón) ni el sombrero, ni otra serie de cosas
raras y por tanto atractivas. Habrá que volver. Total, está aquí al lado...