Cada vez que he ido a Copenhague he visitado Christiania, en una
especie de liturgia en la que siempre he roto una de las tres reglas que
figuran a la entrada: no hacer fotos, no correr (crea pánico) y no consumir
drogas duras. Es fácil saber cuál.
Recomiendo, eso sí, que antes de adentrarse en la ciudadela se detenga uno en la iglesia cercana de Vor Frelsers, cuya aguja es visible en todo el barrio y a la que puede uno encaramarse y disfrutar de unas vistas impresionantes, incluida la propia Christiania casi a los pies.
Los pies, propiamente |
No cabe duda de que la primera vez fue la más chocante, pero
también que en alguna otra lo he hecho solo, lo que permite recibir otras impresiones. La última tuvo
incluso su punto incómodo, ya que el paisanaje parecía más salido de un
concierto de heavy metal que de uno de folklore setentero. Christiania, leo,
está cambiando a marchas forzadas.
El paraíso pretendidamente aislado pero situado en plena
Copenhague es codiciado por la presión inmobiliaria, a lo que los habitantes han reaccionado
asumiendo cargas fiscales, compras y permutas de terrenos, nuevas viviendas
autogestionadas y autoconstruidas… Pero algunos se quejan porque les hace
partícipes del sistema del que se dicen ajenos. Ajenos relativamente, claro.
Hay subvenciones y salarios, hay basuras y agua potable, hay presión por entrar
a formar parte de la comunidad, hay que decidir quién puede y quién no, y bajo
qué condiciones. Una comunidad que, como todas, se relaciona con el exterior,
quieran o no. La utópica comuna que durante tantos años (tiene más de 40) se
presentó como un idílico lugar de cargas y trabajos compartidos, porros y risas,
decoración naif y carpintería rústica aguanta con dificultades los nuevos
tiempos. De hecho, hace unos años se cerró en sí misma para reflexionar, crear
grupos de trabajo y reenfocar su existencia misma. Y en ese debate parece
seguir.
Pusher Street, el mayor mercado de marihuana del mundo –o eso
tengo entendido-, ha resultado ser también el mayor de sus problemas, ya que ha
generado un lucrativo negocio que pretenden controlar las consabidas mafias y
que ha degenerado el ambiente bucólico original y hasta el aroma característico
que lo impregnaba. Donde hubo petos vaqueros, trenzas y flores en el pelo hay
ahora chupas de cuero, miradas cruzadas y hasta violencia. Mejor pasas ligero. Mi
última estancia me creó, por primera vez allí, una leve aprensión: la de ser
reconocido como visitante intruso en lugar de como mero paseante bienvenido de
otras ocasiones.
Aun así, alejado del núcleo duro, paseé con calma entre bancos de
madera labrados con formas infantiles, casas pintadas de colores chillones y
decoradas con motivos florales y campestres, gente reunida en torno a una
bicicleta estropeada mientras discuten cómo repararla, o puertas enmarcadas por
dragones. Eso por no hablar de la singular estafeta de correos, el museo propio
o los restaurantes vegetarianos. Y al final, la admonición de salida You are now entering the EU, que me
parece de una chulería insolente y maravillosa.
Yo no sé si viviría feliz en Christiania, pero sí que vive allí gente
que lo parece, pese a todo. O será la hierba.