Un compañero de viaje nos hizo
llegar una nota acerca del origen y etimología del término campechano. Dice
“afable, dispuesto para cualquier broma o diversión’.
Pues eso es lo que uno piensa
cuando oye el término. El caso es que después la discusión deriva en otorgar el
mérito a un derivado de campo
asociado a la ingenuidad (¿) propia de los campesinos o bien a su asociación al
gentilicio de la ciudad del Yucatán y al carácter agradable de los campechanos
de nacimiento, así como a la vida cómoda y placentera que allí parece
disfrutarse. En fin, el documento, muy académico, no asocia para nada el
término campechano con la expresión “me llena de orgullo y satisfacción”, algo
a lo que uno ya se había acostumbrado y por tanto, tengo mi dudas.
Yo no conozco la respuesta,
pero la ciudad, visitada brevemente, tuvo su recorrido. En primer lugar, porque
de lo que fuera su colosal fortaleza aún queda suficiente como para
impresionar. La puerta de Tierra, la puerta de Mar y los distintos baluartes
merecen sin duda una atención, así como numerosas casas del centro histórico,
que supone un muy grato paseo. Según nos cuentan, la fortificación tuvo su
razón en la situación estratégica del puerto y su papel central en la salida
del palo de Campeche, lo que hizo especialmente atractiva esta ciudad para los
piratas ingleses. Sufrió varios asedios y fruto de ello fueron sucesivos
trabajos de reforzamiento y ampliación de la defensa. Baluartes de San Miguel,
Santiago, San Francisco… la lista es larga y cualquier guía los describe
acertadamente. También los alrededores, que ofrecen la portentosa (una más)
ciudad maya de Edzná.
A nosotros, cerca de este lugar
nos contaron la importancia del palo de Campeche o palo de tinte, negro, o
tinto. O del Brasil, lo cual parece ser erróneo. La charla fue más de
etnobotánica, pero en relación a esta ciudad y su zona de influencia, el palo
de tinte fue la estrella. Esta planta es un árbol de pequeño porte o a veces matorral,
de nombre científico Haematoxylum
campechianum y de ella se obtiene un colorante de uso textil que fue muy
apreciado en los siglos XVI y XVII. También la llamada achiote o acotillo o Buxa orellana, pero esa no es
“campechana” y la dejamos, como a otras que nos citaron entre la plantas
tintoriales.
Este palo tinte fue usado para
teñir lana y seda en colores negro y azul. Con ciertas mezclas, pueden lograrse
tonalidades hacia el violeta o morado. La elaboración de los tonos oscuros,
como el negro, representaba un problema para la industria textil. El color
negro, según parece, fue un quebradero de cabeza en la época, y más aún en la
muy austera y minimalista vestimenta española. El negro es siempre elegante,
pero entonces era una obligación que además se extendió a las otras cortes y
quedó para siempre en las sotanas. Los monjes, antes (y después si eran pobres),
usaban colores más sencillos (pardos, leves amarillos…). Pero el color negro
fue el de los vestidos de la corte imperial española. Así como luego, nos
contaba nuestra compañero, todos vestían de otomán (tela, no color, claro; imitando
a la corte otomana) y más tarde, todos querrían llevar el color índigo del
imperio británico, bondad graciosa.
La calidad de una prenda obedecía
a dos elementos críticos: la propia tela, obviamente, y a la calidad del tinte.
Un negro-negro, no era fácil de lograr. Y que fuese duradero, tampoco. Las
telas tenían que someterse a numerosas tinciones, y al empleo de diversos
productos para adquirir, finalmente, un tono oscuro. Por el contrario, con el palo
de Campeche la cosa se hacía más sencilla. Y eso tuvo un valor económico
inmediato. España era, además, una potencia en la producción de lana. Disponer
de un tinte tan potente era una posibilidad añadida de riqueza. La exportación
de esta madera fue el motor de Campeche y toda la zona. Hasta tal punto que los
ingleses se quisieron hacer con el control de una parte, y lo lograron durante
algún tiempo. Expulsados de las cercanías de Campeche, parece que su traslado y
resistencia en su nuevo asentamiento es el origen de Belice, cuyo primer valor
fue precisamente ser una zona de producción del palo de Campeche en la que los españoles
dejaron estar a los expulsados a cambio de no piratear. Libros de historia
ayudarán a confirmar y ahondar esta idea. O a desmentirla.
Bueno, pues Campeche fue un muy
agradable descubrimiento en el que, para no variar, intenté hacerme con un
sombrero ya que pasé por una sombrerería de buena apariencia. Ninguno me
cuadró, así que me quedé sin él, pero a cambio nos embutimos mi amigo Dámaso y
yo unas tremendas Dos Equis esperando al resto de la expedición en el
restaurante donde cenaríamos. Allí me fue revelado por nuestro maravilloso guía
Arturo el secreto de los habaneros “campanita”. A juicio de un mexicano (o de
un indio, por cierto), un español, o europeo en general, no está preparado para
semejante grado de picante. Yo llevaba ya varias incursiones en el maravilloso
mundo del jalapeño, habanero y similares, con éxito y resistencia hasta el
momento. Pero antes de probarlo, pregunté, campechano yo, que porqué lo de
“campanita” mientras me lo llevaba a la boca. Se rió mucho y, bajando la voz y
confidencialmente, se me acercó para espetarme, muerto de risa (póngase acento
mexicano): porque pica al entrar y repica al salir. Glup.
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