Dicen las guías que Bikaner fue, junto a Jodhpur y Jaisalmer, uno
de los tres grandes reinos del Rajastán, todo ello gracias a las rutas de
caravanas provenientes de China.
Llegar a Bikaner y encontrarse una procesión es un regalo. Los
enjaezados de los animales, los adornos de las carrozas y la gente engalanada
es un mundo de colores y texturas. Te los quedas mirando embelesado mientras
ellos, viendo extranjeros, se agitan, saludan con la mano, los niños saltan
hacia ti y todos sonríen como si verdaderamente se alegraran de verte. Qué
risueños son siempre los indios.
Al poco, sin embargo, uno topa con camiones desvencijados cargados
de ladrillos esperando comprador. A su lado, camellos que descansan junto a
carromatos no menos arruinados. Camiones y tractores cargados de algodón ocupan
la carretera; van aprovechados al máximo, con armazones de madera y tela que
forman enormes bolsas que cuelgan por los lados y la trasera. Parecen
palomitas, hinchados como van. Otros llevan cacahuetes, otros hierba.
La primera y principal visita monumental es el Junagarh Fort. A la
entrada, una impresionante bienvenida aguarda. Allí hay un buen número de
relieves de manos pertenecientes a las mujeres de los maharajás muertos en
combate. Ellas cometían el suicidio ritual
-sati- no sin antes dejar
estas huellas terribles que aún hoy se adornan con flores. Algunas son bien
pequeñas, no sé si responden a la edad de la mujer, pero da igual, estremece.
El fuerte tiene numerosos palacios en el interior y todos maravillosamente
conservados porque nunca fue conquistada, y se preservó intacta. Además, el
afamado Ganga Singh, uno de los últimos regidores, edificó el último de ellos a
principios del XX. Y es impresionante.
Trajo, además del ferrocarril,
el tendido eléctrico, y, especialmente, el agua mediante un canal que permitió
irrigar zonas antes deshabitadas y combatir las frecuentes hambrunas (esta es
una región muy árida); en general, se ocupó de hacer avanzar muy notablemente “su”
ciudad y región. En el museo –que incluye una armería portentosa- hay un avión (un
De Havilland) en reconocimiento a la ayuda prestada a los británicos en la I Guerra Mundial, ya que comandó la Bikaner Camel Corps, que luchó en Egipto
contra los turcos. Los camellos y camelleros de Bikaner tienen mucho prestigio.
De hecho hay una enorme granja en las cercanías que produce gran parte de los
camellos del país, así como los de las unidades militares que aún los usan
simbólicamente. Lástima no poder visitarla. Tampoco el templo de las ratas,
donde se las alimenta con leche y miel, ya que pese a proponerlo, nos quedaba
fuera de alcance. El tiempo es el tiempo.
La arenisca roja del palacio de Ganga Singh, además de la de otras
edificaciones le da a Bikaner el nombre de “la Roja” (igual que Jaipur es “la
rosa” o Jodhpur “la azul”). Llama la atención que, a la sucesión ya conocida en otros fuertes de
Rajastán de patios recargados y
espléndidos con sus maderas y azulejos, las salas adornadas hasta el infinito
con dorados, lacados y estucos, ventanales elaboradísimos con cristales de
todos los colores, aquí se encuentra uno con elementos de “estar en casa”. Un
columpio mecánico, una cuna igualmente mecánica, el dormitorio del maharajá con
su cama y sus descalzadoras… Bueno, y una planta sagrada de albahaca junto con
un par de sillas para faquires, una con serruchos y otra con clavos a modo de
asiento. Tremendamente acogedoras. Pero son las salas y su riqueza ornamental,
pese a estar casi vacías lo que impresiona más. Es el país de las mil y una
noches.
Siendo el fuerte el plato ídem, darse un voltio en rickshaw (mototaxi dice el DRAE, pero no
lo usa ni el tato) permite una visita a la zona de las havelis, las casas de los comerciantes enriquecidos merced a las
caravanas. Pero, sobretodo, lo que permite es darte una vertiginosa vuelta por
el mercado, que en nada debe envidiar a las medinas o zocos más surtidos,
enrevesados y pintorescos que puedan conocerse. Telas de mil y un colores,
especias aún más pintonas, chuches repelentes (y yo creo que fluorescentes, si
no radiactivos), bebidas igualmente coloridas, zapateros, hojalateros, frituras…
de todo y sin orden. Maravilloso.
El paseo llevó incluida una parada obligada ante un paso a nivel,
que fue por si misma un espectáculo. La gente cruza y camina por la vía como si
tal cosa, solo los vehículos quedan tras la barrera, excepto las bicicletas,
que son tumbadas y pasadas como si tal cosa. Eso si encuentran un mínimo
resquicio para llegar hasta la barrera, porque una vez bajada, cada rickshaw,
moto, coche (pobres), carreta tirada por buey o camello, o las pocas furgonetas
que se atreven, ajustan cada centímetro tratando de ganar la posición. Hasta
las vacas quedan allí encajonadas y son las únicas que empujan algo, tienen la
costumbre de hacer lo que les apetezca, claro. No cabe un alfiler. Los peatones
incluso, se las ven y desean para traspasar el muro de vehículos. ¡Y hay uno
igual al otro lado! Parece increíble que no se toquen, que no se hagan daño los
motoristas con los rickshaws, que no haya atropellos… pero sobretodo parece
increíble que, una vez ha pasado el tren –qué tren, largo como un día sin pan-
unos y otros puedan avanzar en sentidos opuestos, porque, he olvidado decirlo:
toda la calzada se ocupa a ambos lados. Bueno, pues pasan. Con un par.
Terminó el paseo con una visita a un nuevo templo jainista (ya
hablaremos de Ranakpur), este más de estucados y dorados que de mármol crudo
como aquel. El templo Seth Bandasar. Si los templos en India son por lo general
recargados, cualquiera de ellos parece minimalista comparado con los jainistas.
El horror vacui debe ser uno de los mandamientos de esta gente. Lo que
no tiene grecas, tiene motivos florales; cuando estos faltan, llegan los
geométricos y donde hay lugar y anchura,
nada mejor que una complicada escena llena de palacios y templos, figuras de
gente, elefantes, camellos, caballos, vacas, representando batallas,
trasfiguraciones, milagros o hechos portentosos de los gurús fundadores, los tithankars. El sacerdote de guardia se ofreció a llevar a
cabo un rito en el que con pétalos de flores e imposición de manos, bendijo a
una compañera formando la esvástica con los pétalos. Allí es tan frecuente que
uno se acostumbra… o no. En fin, los arios y la esvástica son indios, otra cosa
es el uso que otros les dieron a esos conceptos. El jainismo es una curiosa
religión de difícil cumplimiento. Su forma más ascética y extrema, digambar, los lleva desnudos por la
vida, comen solo lo que les dan y les cabe en las manos vacías y tienen un
abanico especial para ahuyentar a los insectos antes de sentarse. No pueden
matar a ningún ser vivo, hasta el punto de que pueden llevar un pequeño velo
para no aspirar ningún animal. Con idéntico fin se supone que llegan a barrer
suavemente el camino antes de dar un paso, filtran el agua y, como digo, el
abanico sirve para asegurar que no aplastarán así animal alguno. En fin, que no
es una religión, sino un castigo. La otra rama, más moderada, los svetambar llevan algo más relajada la
vida, tanto que son un grupo enormemente rico. Siempre visten con un sencillo
trapo blanco, pero, por sus creencias, no pueden dedicarse a nada que implique
violencia o lesiones a otros seres, así que ser granjeros, agricultores o
militares está excluido. Pues nada, comerciantes. En particular, de diamantes y
piedras preciosas. ¿A que ya no parecen tan ascetas/masoquistas?
Los cansados viajeros lo son también menos si se alojan en un
antiguo palacio. El bar del nuestro parecía sacado de una novela de Kipling. Lo
imaginaría uno poblado con tenientes de lanceros tomando, bondad graciosa, un
oporto o un sherry. Pieles de tigres y leones (se irían también a cazar a
África, porque había cabezas de búfalos del Cabo) y las cabezas de otros
animales cubren las paredes, las fotos de antiguas cacerías resultan inconcebibles y el boy
te atiende uniformado al uso. La mesa de billar y la bailarina con varios cacharros
sobre la cabeza haciendo equilibrios mientras baila te llevan también muy
atrás. Bien, pero la cerveza está muy fría, decididamente actual. Remarkable, indeed. El patio es
esplendoroso iluminado en la noche, y lo será más en la mañana, cuando el sol resalte
la arenisca roja, con un color característico. Los intricados pasillos te
llevan, a través de escaleras imposibles y salas con celosías y destartalados
armarios, hasta tu dormitorio, cuyo techo casi tocas con la cabeza. La
habitación, alejada igualmente del estándar, se cierra con un viejo candado,
igual de añejo que los muebles, puertas y ventanas. Huele a polvo pese a estar
perfectamente limpia, ese olor a mueble y maderas viejas, indestructible hagas
lo que hagas.
Y la cama. My god, my kidneys;
the mother of the lamb (frase atribuida a Kipling, pero sin confirmar).