La primera vez es siempre la primera vez.
Y mi primera ciudad india fue Madrás, a la que seguiré llamando así porque 1)
soy un puñetero imperialista ó 2) soy un anticuado ó 3) me da la gana o bien 4)
suena infinitamente más evocador y aventurero. Mézclese todo, removido, no
agitado, y adelante. Y allí la primera visita fue el mercado de flores y
frutas.
Madrás es un buen reflejo de lo poco que
conozco de la India y de lo que parece ser: una mixtura de progreso, últimas
tecnologías, centros docentes por doquier – especializados en todas las
ingenierías que uno pueda imaginar- y vacas por las calles, mercados populares
y populosos llenos de mugre, gente por los suelos… lo que sale en los
documentales. Lo que no sale en los documentales son los olores, y ahí amigo,
se marca la diferencia entre quien ha estado y quien “ha visto”. Olor a
incienso, boñiga, cardamomo, plátanos putrefactos, flores pasadas y frescas,
pimienta, canela, cúrcuma, currys (el curry no existe, existen los currys, son
mezclas, cada uno de su padre y de su madre, desde casi dulces – casi- hasta
flamígeros), humanidad, humo de diesel – negro, denso, pastoso –, humo de moto
– blanco, aceitoso, ligero- y otros muchos.
Cuando nos llevaban hacia el mercado, pasamos
ante las obras del metro, una obra gigantesca, casi tanto, imagino, ya que no
pudimos verlo, como lo es la sede del parlamento regional. Creo que los Nuevos
Ministerios de Madrid cabrían dentro holgadamente, tan descomunal es el tamaño.
Todo ello rodeado de vallas que exhibían hasta el asco a dos personas, marido y
mujer nos dijo el guía, que eran los Pujoles del lugar. El, ya muerto, aparecía
invariablemente con una especie de fez y gafas oscuras: en las estatuas, en los
carteles, en los murales… en todas partes. En muchas esquinas hay una estatua
insuperablemente kitsch, dorada y pulida toda ella, refulgente, ornada con
guirnaldas (lo que les gustan) y ramos de flores.
Circulas por allí entre los antiguos
edificios de estilo “anglo-indio” o “anglo-sarraceno”, que significa básicamente
una mezcla de la pretenciosa arquitectura victoriana con adornos de inspiración
arabesca e hindú. Preciosos muchos de ellos, cierto, pero es un mezcla tan
rara… ¿Cuántas veces he usado ya el término “mezcla”? Pues aún quedan…
Te sueltan en el mercado de flores y
fruta y entonces es cuando empieza el verdadero espectáculo, más aún si, como
ya he dicho, es tu primer baño en las multitudes indias. Las mujeres, siempre
elegantes con sus saris multicolores, así que se caigan de viejas y
desdentadas; y siempre sonrientes, también. Ellos también sonríen, sí, pero qué
queréis que os diga, se me da una higa. Empiezas ya a ver los signos de tiza o
lo que sea en sus frentes: marcas horizontales, verticales, en aspa, el punto.
Cada una tiene un significado distinto como luego nos instruirían, pero allí y
entonces no era más que una extraña señal. Eso sí, te adentras entre ellos sin
reparo alguno. La verdad es que el ambiente es muy agradable, ninguna
inquietud. Cada uno a lo suyo. Tú eres un guiri pálido, vestido raramente (para
ellos, para allí), con una cámara en la mano, con gafas de sol, probablemente
embadurnado en crema solar que te hace parecer una fachada a medio enjalbegar,
y ellos pasan de ti o te sonríen. No hay otra. Ni una mala cara. Eso sí, las
viejas te apartan vigorosa y decididamente para sobrepasarte o para cruzarse
contigo sin el menor titubeo ni acritud tampoco. En semejante follón de gente
con bolsas en la cabeza, cestos de fruta, bolsas inmensas, bicicletas cargadas
hasta el techo si tuvieran, carros con borricos, y… de todo en un metro
cuadrado, ¡coño¡, es la única manera. Te entrenas sobre la marcha y comienzas
tú también a apartar simple, amable y firmemente a todo quisque que va más
lento que tú o que se te cruza. O lo esquivas, pero eso es de cobardes.
Los puestos van variando según el área
del mercado, pero en cada giro de la cabeza o
de los ojos te encuentras siempre una foto de premio en forma de
bodegón. Bueno, más bien de naturaleza muerta y viva pero exuberante siempre. Colores
y olores, eso es un mercado de frutas y verduras que se precie, y este es bueno
bueno. Hay puestos con cestas llenas de pétalos, que se usan para confeccionar
las guirnaldas que usan por cientos. El trabajazo que tienen deshojando cada
flor y lo sonrientes que te miran cuando les haces un gesto pidiendo permiso
para la foto. Y el gentío que hay en cada tienda de estas, cada uno con sus
cestos delante con las flores para procesar y con los pétalos ya sueltos.
Amarillos, rojos, fucsias, naranjas, azules, morados…todos, todos. Aquello era
Badrian Street.
Un poco más adelante la cosa cambia: la
fruta y la verdura ocupan ahora los puestos. Hay más suciedad, más rincones con
la basura de las hojas pochas y los tallos recortados o las pieles de los
plátanos. Hay puestos solo de betel, la hoja que tanto usaban antes (ahora ya
solo la gente mayor) y que torna rojizos los dientes. No es tabaco, es betel. A
veces la rellenan con la propia nuez. Además de los dientes, veréis escupitajos
y manchas rojizas por las paredes y el suelo que son betel exprimido y
escupido. Mmmm.
Hay puestos especializados en plátanos,
hojas de plátano cortadas (las usan como plato), una sola verdura, o bien
otros, mucho más vistosos, en los que se mezclan (¿cuántas van?) pepinos
rarísimos, melones de formas desconocidas, naranjas, tomates, maíz, lyches y
toda suerte de frutas que podría haber aprendido pero no lo hice. Ah, y los de
la caña de azúcar, con su exprimidor de rodillos (como los escurridores de las
lavadoras antiguas) que te preparan un vasito turbio y dulce que no me atreví a
probar, la verdad. Demasiado azúcar y materia orgánica juntas. Soy atrevido, no
loco. Picante, una jartá; dulces callejeros, no.
Y nada, vuelves a la Bose Road a esperar
a tu transporte mientras te empujan las señoras, te pasa la vaca al lado y te
empuja, pasa la moto y como te descuides, te empuja… en fin, que las flores y
las frutas tienen un precio: recibir empujones. Pagadlo si podéis.