Atravesando lo que los oklahomeros llaman el Panhandle, o séase, la estrecha zona de Oklahoma que se alarga hacia Nuevo México, el paisaje es llano e infinito.
No es tierra de bisontes con suaves colinas onduladas, como hacia Arkansas o Missouri, cerca de Tulsa. La vista aquí se pierde en campos planos como la mano, los espejismos te acompañan todo el rato y sólo los campos de maíz, cuando lo hay, cambian de color la estepa inacabable, pajiza, socarrada y polvorienta. Por algo, un poco al sur, en Texas, está Amarillo. Buen nombre para un sitio así. Uno piensa en las películas de la conquista de Oklahoma con carretas a la carrera, en los kiowas, los osage, los ponca, los pawnee, los cherokee y todos los indios de este extraño territorio y se asombra de que vivir allí pudiera ser tan preciado. Bueno, a falta de otra cosa… porque aquello sí que es la nada; eso sí, la nada con una carretera interminable por medio. Los States.
El Oldsmobile iba cargado: cuatro adultos y dos niños de uno y dos años y medio, con toda la impedimenta para tres semanas y pico de vacaciones. Desde pañales de dos tipos y tamaños, pasando por potitos americanos cuyas etiquetas hubimos de aprender con urgencia, pasando por ropa para calor, frío y entretiempo. Y lo de los mayores. Colorado y sus rocosas nos esperaban, pero había que llegar hasta Nuevo México cruzando el Panhandle por la 412, una de esas routes totalmente auténticas, tachonadas muy de cuando en cuando de gasolineras con camiones gigantescos a los que mi hijo pequeño hacía gestos continuos de tirar del cordón para hacer sonar sus brutales bocinas. Y ellos solían responder, con gran regocijo del crío y martirio de tímpanos de los sonrientes papás. Y de family restaurants, adosados o no a esas mismas gasolineras y dotados, todos, de camareras igualmente de película, con sus cortos uniformes ceñidos a pesar de haber pasado sobradamente la edad de lucirlos, su “hi honey” a modo de saludo con acentazo sureño, sus carantoñas al “tiny spaniard”, y sus platos de 3 o 6 huevos revueltos, esponjosos, sabrosos, inolvidables. Y los moteles de carretera, donde tanta noches pasamos… En fin, a lo que iba.
Circulábamos hacia el oeste, como el llanero solitario (pero de verdad) por una de esas carreteras de las de Thelma y Louise, flanqueda por un tendido eléctrico de madera de aspecto anticuado y un par de hilos como mucho. Agosto. Calor. Speed limit 60. Es decir, algo menos de 100 kilómetros por hora (en autopista, 65, pasmoso). Eterno. Hacía ya un rato que no habíamos cruzado con nadie, desde que dejamos atrás Guymon y Boise. En Clayton, ya Nuevo Méjico, cambiamos de carretera hacia el Noroeste, por la 87, para ir hacia Ratón y desde ahí, entrar en Colorado.
Por si le faltaba poco al aburrimiento, todos iban adormilados, no podía escuchar música – mi provisión de cintas de cassettes suena ahora antediluviano, pero cuánta compañía me hicieron- y hasta el coche, con un control de crucero primitivo pero eficiente, podía prescindir de mi pie derecho. Podría haber ido un rato con los ojos cerrados y seguiría dentro de la carretera. El sol, ya de caída, me daba de frente y por la derecha, deslumbrándome. En fin, algo había que hacer o me dormiría. Por ejemplo, correr más.
Y así fue, pisé el acelerador hasta la brutal velocidad de 80 Mph. Tras un ratito así, igual de monótono pero más rápido el paso de los postes del teléfono a mi reojo, y con un poco más de atención necesaria, de frente apareció un coche patrulla.
- Coño.
Levanté el pie y me crucé con él con cara de niño bueno. Los mío seguían atontolinados y la población adulta casi igual.
Y ocurrió: le vi pasar de largo por el retrovisor y, muy poco después, pegar un frenazo brusco, cruzar el coche de lado a lado allí, en medio de la nada, levantar una polvareda de mil demonios y ponerse detrás de mi a un prudente distancia. Sin luces, simplemente siguiéndome. Yo clavé la velocidad a 60 y seguí, pero con un ojo en el espejo y otro en la carretera. Pasados unos kilómetros, bueno, millas, sin previo aviso puso las luces del techo y se me fue acercando hasta ponerse justo detrás de mi.
- Chicos, la policía, estaros tranquilitos.
Todo el mundo entreabrió los ojos hasta que comprendieron que algo pasaba ya que puse el doble intermitente y, suavemente, me paré.
Entonces me vino a la mente con toda claridad la charla que nos dieron a los extranjeros en la Universidad acerca de múltiples trámites, costumbres, obligaciones y métodos que deberíamos observar los visitantes durante nuestra estancia. Uno de los que nos dio una charla fue un agente de la policía de la Universidad (hay una policía de la Universidad, sí, y otra de la ciudad y otra del estado). Y entre otras cosas, hizo mucho énfasis en el comportamiento que debíamos observar caso de que nos parase la policía (otra) de carretera. El holandés que había a mi lado y yo nos miramos con cara de “pero dónde hemos venido a parar, por Dios” y le prestamos la atención justa. Menos mal.
Básicamente: las manos sobre el volante, visibles y quietas, ni un movimiento brusco, ni una palabra hasta que te hablara. El policía se te aproximaría desde atrás, por el lado derecho del coche para hacer más difícil una enfilada, y te hablaría, al menos de primeras, desde la ventanilla del acompañante o desde la trasera derecha si podías abrírsela. Abrir tu ventanilla sin que él te lo indicase y, mucho menos, bajarte del coche, se considerarían actitudes posiblemente agresivas, ojito. Y, una vez más, movimientos bruscos del pasaje, eran un peligro potencial para un patrullero que esta solo para controlarte. En fin, un rollo intimidador y exagerado a los ojos de cualquier europeo occidental.
Allí, todo era muy largo de contar, el coche patrulla se había parado detrás del nuestro y el tipo comenzaba a bajarse.
- No hagáis ni un movimiento y menos brusco, dejad las manos visibles y controlad a los críos, por dios.
Todos pusieron la misma cara que yo puse durante la charla, venían a decir: “demasiadas películas”. Pero hicieron caso. O no. Rápidamente y sin previo aviso, dos pequeñas cabezas asomaron en mi retrovisor asomándose hacia atrás atraídas por la luces.
- ¡Coño, que se estén quietos!
En realidad, y por suerte, casi fue mejor. El patrullero vio dos niños pequeños y creo que ayudó en algo. Terminó de aproximarse por el lado trasero derecho, se asomó por la ventanilla de atrás y, viendo el panorama, siguió hasta la delantera derecha y una vez allí, tocó el cristal dos veces. Bajamos la ventanilla con cuidado y suavidad.
- Good afternoon, sir, the radar has indicated that you were speeding.
La guardia civil es estupenda y como se ponga, impone, ninguna duda. Pero para un guiri, en medio de ningún sitio de Nuevo México, un policía vestido de cabeza a pies de negro-negro, incluido un vistoso sombrero con cintilla de cuero también negro y borlillas plateadas, que debía tenerle la sesera cocida con aquel calor, sus Ray Ban de espejo (¿serán reglamentarias?), sus charreteras, el rótulo con el nombre –que no logro recordar ni anoté, cagüen- su pistolaca cromada… en fin, con todo el aura de una detención en carretera como dios manda, discutirle si uno iba o no “speeding” no entraba en la cabeza.
- Eeeh, ooouuu, ooops, aaah, yeah, sir. I am sorry, eeeh, uuuuh, I didn´t realize I was soooo, eeeh, uuuum, fast. Sorry, sir.
“Pardillos” pensó sin duda. Bueno, la cosa se relajó solo hasta cierto punto pero claramente el tipo estaba más tranquilo que nada, disfrutando de su fructífera caza. Me tomó los datos, sonrió al comprobar que éramos españoles, comprobó mi licencia de conducir, anotó mi dirección y todo lo que le pareció oportuno y remató: tiene quince días desde que le llegue a casa la notificación para pagar. Si no lo hace, tendrá problemas. Cuánto les gusta esa expresión, la escuchamos varias veces en mis miles de millas por los USA. “You’ll be in trouble”.
Le expliqué que salíamos de vacaciones, que estaríamos fuera tres semanas, que si no podía pagar de otra manera más rápida… le dio igual. Era como era, aunque, al final, me hizo un cálculo de tiempos y consideró que podía estar tranquilo respecto a volver a tiempo para pagar en plazo. Pero que no dejara de hacerlo.
Me dio permiso para seguir y lo hice (religiosamente a 60 Mph), él me siguió un rato y, al poco, nos adelantó y se fue. Otra vez solos en medio de la llanura pelada del Noroeste de Nuevo México, ya cerca de Ratón.
A vuelta de vacaciones, encontré la multa. 90 dólares. Pagué. I didn´t want to be in trouble. Pero volví a ir speeding unas pocas veces, no te digo (carcajada maléfica).