El camino de Hanói hasta la bahía de Ha Long no es muy
largo, unos trescientos kilómetros, pero cunde mucho si llevas el ojo abierto:
pasas ante las sucursales de Vietcombank (tela) con sus cajeros automáticos
bajo un gran cartel de “ATM”, la manera americana de llamarlos
(¿contradicciones?); cementerios de hornacinas azulejadas entreverados entre
los campos de arroz; carteles de corte soviético llenos de obreros, campesinos
y estudiantes mirando al frente y sonrientes, con las fábricas humeantes a su
espalda; tiendas de ataúdes (solo tiendas, sí); inefables karaokes con chicas
espectaculares y nada asiáticas en sus reclamos; barberías en plena calle cuyo
suelo, evidentemente, nadie barre (o sí, había una en un puente, mucho más
higiénico, vaya el pelo al agua); vendedores ambulantes de patatas, pollos, chucherías
o lo que se tercie; campos de arroz infinitos y huertas que parecen jardincitos;
tiendas de motos (ver Las motos de Vietnam) y, como colofón, algún que otro
restaurante que ofrece perro. Una ruta presuntamente anodina que no lo es si no
se quiere.
Y llega uno a Ha Long y se embarca en una pequeña chalupa
que le acerca al barco en el que pasará un par de días. Vaya barco. Parece un
galeón recrecido. Dos filas de camarotes, una cubierta arriba que claramente
debe ser el comedor y, por encima, otra cubierta “descubierta” con tumbonas y
mesas. Una popa a modo de grupa gigantesca y tres mástiles de mera apariencia.
Blanco. No pinta mal.
El motor hace vibrar todo aquello y tú, una vez tomado el
camarote y soltados los trastos, te subes a la cubierta superior a ver. A eso
has venido, a ver. Lo primero, el enorme puente de Ha Long, pero, de allí, te
alejas entre bruma y comienzan a aparecer, espectrales -de verdad-, los
primeros salientes.
Parecía ser que en la primera travesía (singladura, ¿no?)
nos iban a llevar hasta el punto donde atracaríamos para dormir, con un par de
visitas que suponían otros tantos desembarcos. Mientras, no quedaba sino
dejarse llevar y contemplar aquella belleza. Islotes verticales por doquier.
Machaqué la batería de la cámara a base de hacer fotos y más fotos. Poco a poco
se iba uno calmando y haciéndose, en lo posible, a que aquello dura, que no se
acaba, que no hay que agobiarse por verlo todo, por retratarlo todo, hombre. Y
una cervecita en cubierta ayudó a asentarse, a dejar de asombrarse, a
acomodarse, a disfrutar en fin. A falta de una Bia Hoi, una Larue. Ah, la cerveza.
- No estamos solos ¿eh?
En efecto, como el nuestro, decenas de otros barcos
similares surcaban aquellas aguas cargados de extranjeros. En fin.
Al cabo de un par de horas a bordo, paramos y en la chalupa
que iba al costado del barco, nos llevaron a visitar la islita de Titop, cuyo
nombre, nos contaron, es el de un astronauta ruso que estuvo aquí con Ho ChiMinh. Cosas veredes mio Cid. La subida tiene su miga, o, mejor dicho, sus
escalones. Si desde la calita en la que desembarcas hay bonitas vistas de la
flota de barcos de turismo y de las islitas de alrededor, desde la cima son
sobrecogedoras. Lástima – o no- que el día fuese tan brumoso. Valió la pena
subir.
Tras la isla de Titop, seguimos en nuestro barco, asomados a
la barandilla y disfrutando de aquel paisaje de otro mundo.
Siguió la cueva de Luon, a donde nos llevaron en unas
barcazas con las que nos metimos por un túnel bajo la roca y alcanzamos así el
interior de la islita, abrupto, con paredes casi verticales llenas de
vegetación y sobrevoladas por un par de rapaces que daban vueltas sobre
nuestras cabezas. Algunos kayaks pasaban a nuestro lado con gente sonriente. No
es para menos, aquello debe ser mucho más espectacular a bordo de uno de esos,
a tu ritmo, escogiendo los rinconcitos por los que escabullirte. Bueno, otra
vez será.
Seguimos nuestro periplo entre las farallones, cada vez más
solos y con menos luz. Comenzaba a oscurecer y vimos, a lo lejos, un crucero
inmenso, con todas sus luces entre la neblina, un verdadero monstruo. Me hizo
pensar que, pese a que nuestro barco era “para guiris”, me gustaba mucho más.
Allí íbamos unas cuarenta personas, así que la proporción era mucho mejor. No
era un hotel flotante, a lo sumo una pensión (¿sumergible? glub).
Fondeamos en una cala con otros dos barcos a prudente
distancia y rodeados todos por altas paredes excepto algunos estrechos pasos.
Parecía un lugar mágico, desde luego. Aunque para magia, la de María José, que
inteligentemente se había provisto en una de las paradas de unas botellas de
vino. Vietnamita, sí, pero ¡vino! La barquita de la que la obtuvo era un
pequeño supermercado que ofrecía a los barcos turísticas toda suerte de golosinas,
chuches, bagatelas y bebidas, incluyendo vino, cerveza, agua y refrescos. Inmediatamente hicimos un corro y todo el mundo
comenzó a aportar de lo suyo. Aparecieron del fondo de las maletas almendras,
cacahuetes, pistachos… ¡y hasta unos choricitos! Menudo aperitivos nos marcamos
mecidos por el mar, contemplando la luna y escuchando la nada. Bueno la nada no, porque la conversación estuvo muy animada,
miento. La nada la escuchamos después, cuando una vez cenados subimos a la
cubierta de nuevo, esta vez ya sin vino y nos dedicamos sencillamente a
disfrutar de la luz de la luna reflejándose en el agua y en los bordes del
círculo de promontorios que nos rodeaba. También de la preciosa imagen de los
barcos que nos acompañaban, que, cuajados de luces, parecían sacados de una película
de época.
La mañana comenzó con una clase de Tai Chi para turistillas.
Voluntaria, a Dios gracias. Lo cierto es que entretanto, el barco se puso en
marcha y, otra cortesía para el (no) avisado viajero, desplegaron las
velas. Hombre, la cosa tuvo su gracia,
indudablemente, pero el tufo del diesel le quitaba una poca, quieras que no.
Visita de la mañana: cueva de las sorpresas o Sung Sot. Pero
antes, recibimos a las barquitas de los vendedores, todas empeñadas en la
búsqueda de alguien que les comprase sus collares, pulseras, anillos, o algo
del supermercado. No más vino, gracias, con el de anoche fue suficiente. Y en
el camino pasamos por delante de uno de esos pueblitos flotantes tan
peculiares, sustentados en bidones y cualquier cosa que los mantenga a salvo y base de barcos de pesca ataviados
con faroles y largos postes y mástiles, así como de los barcos-supermercado. Un
lugar peculiar, colorido y a todas luces, frágil.
La cueva supuso una subida nada despreciable hecha un dolor
por la progresiva acumulación de gente. Así como en Totip estuvimos casi solos,
esto parecía una romería. Me desagrada. Finalmente logramos entrar a una cueva
bonita y bien iluminada, con distintos juegos de luminaria para resaltar el
relieve. La cueva toma su nombre de una roca en forma de falo bautizada como
sorpresa por los franceses. Quelque charme. A la salida, el número de barquitos
arracimados alrededor del muelle se había doblado, así que dentro de todo,
teníamos suerte, lo fuerte venía detrás. Huyamos. Pero no sin antes atender a
una curiosa señal que marcaba la salida hacia un lado y los servicios hacia
otro. Cuestión de preferencias o de urgencias. Y sin dejar tampoco de quedarse
embelesado con otra barquita-tienda, en esta ocasión pescadería, en la que una
mujer disponía con sumo cuidado los cangrejos y almejas que ofrecía en barreños
de colores. Qué foto si hubiera buen fotógrafo.
Camino de vuelta a toda máquina, jalonado por las últimas
fotos a los barcos que tenían desplegadas sobre el agua una larguísimas
pértigas. Y casi al llegar a Ha Long para desembarcar… la verdadera sorpresa.
- ¡Mira!